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Simplemente un poeta 
    SIMPLEMENTE UN POETA


    Era inevitable que Edith Piaf se fijara, tal como lo hiciera con otros desde Yves Montand a Charles Aznavour, en este entonces joven poeta de gran talla, lleno de bonhomía y encanto que llegaba a París de las Pampas ya con Brel o Brassens en sus anhelos europeos sumados a los poetas argentinos, los payadores y su folklore; maleta de viaje de la que con el tiempo extrajo el feliz sincretismo cultural que le caracteriza. El consejo de la Piaf no pudo ser otro: “No dejes que entre el público y tú se interponga otra cosa que tu talento”. Y solo, de negro, con un piano o una guitarra, bajo un foco fijo, Alberto Cortez lleva cuarenta años de “cortezías” que conjuga su apellido y que yo entiendo como la inagotable sensibilidad de un gigante bueno dotado de una poderosa voz que nunca quiso hacer tronante como si no quisiera despertar a un pájaro dormido. Digo que este hombre es un poeta en el más completo sentido de la palabra, y no sólo por su condición de cantautor o por su obra publicada, y la que guarda, sino porque ha hecho de su vida un inacabado poema en verso libre que puede llegar al surrealismo de llenar de peces de colores su piscina o hacer “cantar” a sus más viejos perros, siempre en la compaña de la dulce belga Renata, que cuelga comederos de las copas de los árboles. Alberto Cortez lleva tantos años entre nosotros que su presentación es superflua porque su arte está incrustado en la memoria colectiva de los españoles con los que ha querido vivir. En Argentina cuando un artista arrebata se le dice: “Al Colón al Colón”; Alberto ha cumplido ese sueño, cantar en el Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires. ¿Cantautor?; sí, pero ante todo poeta. En el escenario, en la amistad y en los trances de la vida, entre Alberto Cortez y nosotros sólo media el consejo de la Piaf: su enorme talento.


    José Luis Martín Prieto
    Febrero, 2.000
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