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Alberto Cortez en el Teatro Nacional de Santo Domingo 
    Alberto Cortez en el Teatro Nacional
    ALBERTO CORTEZ EN EL TEATRO NACIONAL

    por Pedro Delgado Malagón




    En este momento se apagan las luces y nos gana el ligero temblor que precede siempre a todo pacto, la vibración recóndita que se anticipa al enigma, al qué pasará, al tiempo encantado y autártico de aquella singladura, de aquel retorno que nos pone a todos a cavilar sobre distancias imposibles y amores desolados y amigos que se han ido y no regresan. Ahora hay alguien vestido de negro que se acerca, que se sienta y en la noche remota del piano germina un silencio ancho y horadado, boscoso y profético y cegador, como un secreto atravesado de voces que se empinan en la respiración de todos nosotros, que se abisman en el suspiro de alas aplacadas que invade aquel aposento. Las manos de Ricardo Miralles ruedan y reclaman en la oscura emanación de aquel silencio, y su pasión despedaza el enigma en un tropel de arpegios que se entrecruzan y se tejen y se traban; y entonces aparece Alberto, Alberto Cortez, con un traje negro y una camisa roja y una sonrisa que a todas luces no le cabe en la cara.

    Alberto Cortez es músico y es poeta y está frente a nosotros, solo frente a nosotros, apenas escoltado por el encantamiento de voces y fragancias que nos regalan los dedos marineros de Miralles. En este instante Alberto nos saluda, y luego empieza a cantar con su voz de ángel descomunal, de niño enorme que viaja vertiginoso por sus “Castillos en el aire”. Y después Alberto remonta otros cielos y nos entona “A mis amigos”, “Callejero”, “El amor desolado”, “Como la marea”, “Eran tres”. La noche de Cortez es una fiesta que no cesa, una continua celebración en la que el gentío, como un fuelle sonoro y excitado, inhala y exhala y se ensancha con el soplo de una música que es precisamente eso: aire, céfiro, corriente, viento que nos conduce a un ensueño de presencias revividas, a un deslinde de roces postergados.

    Y de repente en una esquina de la noche crece la memoria de Ástor Piazzola; el brujo del bandoneón, el viejo nigromante que almacenaba en su instrumento alisios y cierzos y monzones, y los transmutaba en Noninos y Gordos Tristes y en inciertas Marías de Buenos Aires. Con esta reminiscencia de Piazzolla, Alberto Cortez llega al punto más alto de la devoción”: “La caja de los vientos está sola, ausente de sus manos se ha quedado, y dicen que por eso han cancelado sus vuelos golondrinas y palomas”. Y luego es la fascinación de Ricardo Miralles transformado en Ástor, dando paso a una diástole gloriosa que nos destapa al bandoneón del brujo mientras la sala es un jolgorio de alisios y barloventos y ventiscas, un bullicio de pamperos y tramontanas y sirocos, en tanto la garganta de Alberto se quiebra al implorar: “Dejala un poco más Nonino; dejala resonar, Nonino; no apures el reloj que va a ser para vos toda la eternidad, Nonino”.

    Alberto se despoja del saco y la camisa roja lo envuelve en una pátina de claridad, de pureza. Ahora está cantando como nunca, y su voz nos traslada a sitios olvidados y a momentos temibles, como decir a ciertos firmamentos de infinitas espumas o acaso a los bolsillos taciturnos en que guardamos la vida. Alberto canta a la niñez, a la vejez, a sus amigos, a sus nostalgias, al vino, al cielo, a los bares, a las calles; canta a lo turbio y a lo terso, a la risa que nace y a la oscuridad que crece, al amor dolorido y a la vida.

    (No sé por qué, pero mientras escucho a Cortez interpretar esos poemas de madurez evoco a Joan Manuel Serrat y me atrapa la insólita sequedad de sus años adultos. ¿Acaso gastó Serrat la inspiración en una sapiencia de gaviotas, o en una erudición de tomillos y azucenas, o en las orillas de un mar donde juega todavía niñez la interminable ceremonia de un recuerdo extraviado?. Serrat, eso pienso, no envejeció, se resistió a ser adulto; como un Peter Pan que aún jugara con barquitos de papel y adolescentes noviecillas perfumadas y banderas de papel: blancas, rojas y amarillas.)

    Siento la modulación perfumada de Miralles, sus acordes de arena, la suave marea de sus arpegios y me convenzo de que Alberto jamás debió de ir con orquestas. Él se encuentra ahora en la colocación exacta, con la sonoridad precisa y la expresión cabal. Sucede que la voz y el aliento de Cortez se desdibujan frente al estruendo de un montón de instrumentos: de un puñado de “herramientas de aturdir”, en palabras de Borges. A él le viene bien, como a Jacques Brel, como a Yupanqui, la voz despoblada y grave del diapasón. Ya en la lozanía, Alberto ha encontrado en Miralles al intérprete justo, al compañero perfecto, al aparcero puntual e imprescindible.

    La noche ha sido larga y el final se acerca. El cierre del concierto de Cortez es un acto puramente ritual: él entona a capella y a pleno pulmón “Cuando un amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”. (Mucho antes que Alberto, otro vidente, Franklyn Mieses Burgos, atisbó el hueco irremediable que entrega una rosa muerta.)

    La función termina. El auditorio, de pie, aplaude con furor. Alberto se inclina, en una reverencia que más bien parece un homenaje a la música, a la inspiración, a la poesía, a la vida que renace... a fin de cuentas, a ti mismo, pibe, Che gordo, Alberto, hermano, ¡con el susto que nos diste!.



    Pedro Delgado Malagón
    Ex ministro de Obras Públicas en República Dominicana
    Revista Rumbo
    Crítica a la actuación de Alberto Cortez en el Teatro Nacional de Santo Domingo el 26 de julio de 1997

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