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Se presentó Alberto Cortez en Tijuana 
    Se presentó en concierto en Tijuana

    Alberto Cortez, en un rincón del alma


    Heme aquí ante una nueva andadura. Mi Rocinante presto, mi armadura, mi lanza y mi invencible espíritu de caminante. Me espera la aventura, otra maravillosa aventura con sus riesgos y sus sorpresas. Otra vez cantar para el público mexicano, ése que me hizo caballero y me concedió el orgullo de ser aprendiz de Quijote: Alberto Cortez

    Una canción alborota el silencio dormido en la sala, y es su voz. Alberto Cortez regresa a nosotros desde ese lugar en el que esperan las cosas buenas de la vida. Hablamos de un vino amable, de una guitarra que aguarda, del calor de una conversación, del espacio compartido en la música.

    Son ya quizá cuarenta años los que el cantor viene brindándose al público con sus canciones íntimas, con sus palabras que juegan a colarse hasta donde somos infinitamente vulnerables, con sus conciertos pincelados de intimidad, con sus silencios imponentes luego del piano.

    Una vez más, la oportunidad de presenciar la canción compartida de Alberto Cortez. Hablar de títulos, de discos, de melodías y versos sueltos que nos conduzcan al espacio que el bardo se ha inventado como guiño y residencia, parece demasiado sencillo.

    Mejor hablar de los momentos de calor que con su música ha ido esparciendo por el mundo.

    Mejor hablar de su voz que tiene mucho de evocación y más aún de camaradería.

    Mejor hablar de la noticia de su encuentro, que se antoja menos como espectáculo y más como la visita de un viejo amigo.

    Alberto Cortez tiene la rara habilidad de colarse en los afectos de quien lo escucha. Quizá porque su música resulta inevitablemente cercana; quizá porque sus reflexiones simples son aquellas que nos van asaltando en el día a día; quizá probablemente porque su voz ha sabido tocarnos en el lugar preciso, justo a la hora debida.

    * * *

    Hay silencios incómodos: los de la espera interminable y la vida que no avanza; los de la soledad involuntaria, incompartida; los silencios de la indecisión falta de auxilio, y el silencio ominoso del adiós. Afortunadamente, son los menos.

    En esta ocasión, el silencio se presentó con forma de espera, y fue limpiamente difuminado por la presencia del cantor argentino. Dos horas y media al amparo de la canción; un viejo repertorio que por nuestro resulta inevitable; un nuevo repertorio que parece crecer en alcances musicales.

    Un paréntesis asombrado: al piano, enorme y discreto, el contrapunto virtuoso de Fernando Badía. Unico acompañante sobre el escenario, la participación del pianista comienza tremenda, fulminante, como queriendo delimitar su espacio sonoro: viene luego la calma, el vaivén que lleva del franco alarde interpretativo al matiz conciliador. Es el teatro, y un piano como monumento se pasea sobre las butacas. Todos los oídos callan. Todas las bocas escuchan. Fernando Badía es su nombre.

    Entonces viene el guiño. Es una melodía nuestra, todos la conocemos, parece dibujarse una certeza. Nueva complicidad, ésta más y mejor, se mueven los recuerdos y la timidez va perdiendo terreno. Otra, decisiva y fundamental, y la canción toma forma de coro: el público ha caído, la sala se hace pequeña, el valor toma forma de recuerdo, todo es melodía y viene lo inevitable: susurros, voces que crecen, flujo de cantores incipientes que dejan al mundo fuera de aquellas puertas que hacen posible la oscuridad y las voces muchas se hacen una sola, trama de alientos, cancionar tejido a coro.

    Ha llegado la voz; se ha hecho la palabra, volando.

    Esta noche, aquella noche, y la canción multiplicada. Un piano que todo lo toca, un acto de magia y un silencio que aguarda. Desde el escenario, Alberto sonríe con dolo.

    Fernando de Arriaga
    Semanario Cultural Bitácora
    www.bitacora-tj.com/330/art03.html<
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