DISCURSO DE LAURA ETCHEVERRY EN LA PRESENTACION DE ´LA VIDA´ en Mèxico el 19 de noviembre del 2008
Cuando soñé este libro, supe que jamás lograría definir lo que provoca al cantar Alberto Cortez. Y sin embargo ha sido ese canto, la magia de ese fenómeno, la raíz del sueño. El idioma no logrará describir el mar ni describirá la voz de Alberto. Sabía que partía de esa limitación enorme, abismal y absoluta.
Se trataba entonces de imaginar, trazar y concretar este homenaje impreso de otra manera. Reconstruir su vida, dejar constancia de los alcances de su arte único, y plasmar al ser humano que se corresponde con la altura del artista, cuando no la supera. Hacerlo por él, a modo de insignificante devolución por tanto milagro. Y hacerlo también por sus seguidores y las generaciones venideras, amantes de la canción con mayúscula, que en la recta infinita de los tiempos se acerquen a sus discos, como se acercan los exploradores incansables a un galeón.
Con esa trilogía de propósitos pensé una estructura, una forma de narrar, y luego recorrí archivos, libros, ediciones discográficas, hemerotecas, cartas, fotografías, pero sobre todo, recorrí lugares y recorrí personas. Lo digo porque al margen del valor documental o periodístico de esa búsqueda, el peregrinar se convirtió en una de las experiencias emotivas más ricas que pueda almacenar mi existencia.
Desde las calles de Rancul, hasta la ciudad adolescente de San Rafael.
Una pensión demolida en la calle Libertad de la ciudad de Buenos Aires, o su estudio en Madrid.
El límite del patio en el que ya no está el árbol, o el jardín de Montepríncipe en el que hoy crecen sus retoños junto a un indio dormido.
Un vecino de la pampa que aún describe en presente el desaparecido bar La Armonía, o un periodista español que recuerda a Camilo José Cela frente a su canción recién estrenada.
Su madre, tías, hermano, o la opinión de Ernesto Sábato sobre sus Poemas y Canciones.
La soledad con que atravesaba la plaza de la niñez Rosa Leyes, el indio, y el cantor adulto contándole en Cuba a Nicolás Guillén que Rosa Leyes era de una raza / que el hombre blanco no quiso / que galopara la pampa / como Dios lo había previsto.
Los conceptos de sus colegas contemporáneos, principales cantautores de habla hispana, o anécdotas de amigos que se quedaron en el sur del sur, recitando poemas en unos médanos que ya no existen, o enhebrando tonadas bajo los parrales.
Una grabación casera y tosca con su voz de diecisiete años, o la visión del Teatro de la Zarzuela de Madrid.
Periodistas especializados, músicos, escritores, empresarios, colaboradores, cortezianos anónimos de las más variadas latitudes, marcados todos por la influencia del gran trovador.
Tardes largas de verano madrileño para celebrar los recuerdos de Renata, sus hallazgos, sus pinceladas.
Un sinfín de vivencias imposible de enumerar aquí, y años de hurgar en el personaje central, protagonista.
Podría suponerse que imaginé la biografía de Alberto Cortez para contar la vida de un talento desbordante. De alguien que abrió de par en par la puerta de la gran canción en español. Alguien que fue pionero en la musicalización de los grandes poetas, en rescatarlos de las bibliotecas para arrojarlos al río multiplicador de unas partituras.
Que abrigó con su canto los versos de Quevedo, Lope de Vega, el Marqués de Santillana, Borges, Almafuerte. Que llenó de resonancias a Machado y a Miguel Hernández en épocas prohibidas. Que versionó a Yupanqui como nadie, y propagó por el mundo la filosofía de sus milongas, con una voz en la que el folklore desborda.
Que grabó a Gardel, y transformó decenas de creaciones propias en clásicos ineludibles, que ya saben a milenarias canciones de cuna.
Que grabó innumerables discos, se presentó en los más importantes escenarios del mundo, y es la excelencia musical personificada.
Que en sus temas le fue cantando a destajo al viento, al cielo y al mar, y que lo mismo homenajeó a Picasso, a Neruda, a Federico García Lorca, a Piazzolla, a Van Gogh, y a tantos otros, que le cantó “a la gente y a la rosa, y al perro y al amor y a cualquier cosa, que pueda un sentimiento recoger”.
Que unió la calidad del poeta con la del compositor y la del intérprete. Que hizo de su arte un homenaje a la universalidad y un rechazo sistemático a las demagogias. Que como dice Eduardo Bautista García, es el inventor del mestizaje euroamericano.
Porque quien dice Alberto Cortez dice precursor, trayectoria, Maestro, prestigio, un antes y un después, Jacques Brel en español, aprendiz de Quijote.
Semejantes características en un artista que ya es leyenda, motivarían holgadamente la realización de un libro sobre su vida. Sin embargo, no fue por esta enumeración de razones que lo hice.
Lo hice porque como describe Álvaro Bejarano, “yo lo escucho a usted, Alberto Cortez, y quedo temblando de futuro”. Lo hice por la arrasadora verdad de tu garganta, por el poder reparador de tu sensibilidad.
Lo hice porque tu voz de trueno luminoso cicatriza heridas. Porque esa voz, desde que la escuché por primera vez, siendo yo una niña, es brújula y faro, y es el ronco tambor de la luna de la Vidala del nombrador.
Lo hice porque eres herencia y serás legado. Por la monumental carga de belleza y calidez que tiene tu humanidad. Por la magnitud de esa voz de pampa ancha, en la que todo cabe.
Lo hice porque tus canciones, a personas tan distintas y distantes, pero coincidentes en lo invisiblemente fundamental, “nos cavaron sin lastimarnos, una ribera de luz, dulce en el pecho, y nos hicieron el alma navegable”, como decía Rafael Alberti.
Lo hice porque eres la banda sonora de la nostalgia. Porque hay cientos de hogares en el mundo que jamás conocerás, de los que formas parte como el pan y el vino puestos en la mesa.
Porque elevaste el lema de los castillos en el aire. Porque impusiste sin estridencias que siempre hay algo más que contar las caídas. Porque fomentaste el sueño de ser río en lugar de ser laguna, de ser lluvia en lugar de ver llover.
Porque tu canto representa al ser humano en todo su esplendor. Lo hice porque tu corazón es un violín que está afinado en fe mayor, latiendo en fe mayor, vibrando en fe mayor.
Lo hice porque “La vida” no es sólo el título de uno de tus temas, ni la apropiada denominación de tu biografía. Vida es lo que contagia tu obra, tu incomparable juglaría.
No quiero acabar estas palabras sin agradecer a la Sociedad General de Autores y Editores de España, por haberse interesado en este libro desde mucho tiempo antes de que estuviese terminado, y por haber recorrido juntos el camino que hoy lo vuelve una editada realidad a través de la Fundación Autor.
Tampoco quiero dejar de mencionar el profundo significado que tiene para mí el hecho de que esta biografía se presente aquí, antes que en ningún otro país. Sé del recíproco amor de cuatro décadas que se profesan México y Alberto Cortez, y sé que a este 19 de noviembre me lo llevaré conmigo para siempre.
Alberto Cortez… mis padres me llevaron a verte por primera vez cuando yo sólo tenía siete años. Crecí con tu música, y quienes vivieron lo mismo saben del privilegio que supone llevar adheridas tus canciones como un talismán.
Pero a veces, “distribuyendo la fecundidad, la desventura y la felicidad”, la vida nos deja algún premio absurdo en cualquier esquina, y así nos hicimos amigos.
Orlando González Esteva me dijo un día, al referirse al suceso de contar con tu amistad: “La obra de Alberto Cortez es un puente entre la palabra escrita y la música, entre lo visible y lo invisible, entre quienes somos, y quienes fuimos o nos gustaría ser. Cómo, entonces, no celebrar y agradecer la oportunidad de haber podido pasar horas a mitad de ese puente, en compañía de su constructor, mirando a ambos lados, mientras se oye correr allá abajo el río lento de la amistad, y se respira, más puro y ágil, el aire de la vida”.
Y sentí que Orlando González Esteva hablaba también por mí.
Quiero hoy, sin embargo, dedicarte este libro anónimamente, como anónimos fueron en tu vida, durante mucho tiempo, mis aplausos, mi emoción, mi gratitud por ser siempre “un andamio debajo del corazón”.
Porque no te sentía en aquellos años menos amigo que ahora, y ése es tu mayor prodigio, tu logro más alto, tu huella más honda.
Por eso te lo dedico “como antes, por delante de mis sueños y quimeras”.
Como se suele cantar en nuestra patria, “había que escribirle un homenaje a la sonrisa, de aquel eterno soñador que, en la garganta, dejó su pétalo mejor, para que hiciera florecer, alguna vez, el corazón y la esperanza”.
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