DISCURSO DE SERGIO MARELLI CON MOTIVO DE LA PRESENTACION DE ´LA VIDA´ DE LAURA ETCHEVERRY EN BUENOS AIRES
A propósito de ´Alberto Cortez, La Vida”, de Laura Etcheverry.
En un lugar de La Pampa de cuyo nombre quiero acordarme -Rancul-, nació este poeta cantor que más que ´aprendiz de Quijote´ es hermano menor de aquél ingenioso hidalgo, pero en lugar de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor; sale a los caminos armado de su corazón enorme y de su voz, si es que ambas cosas no son la misma.
La voz de Alberto Cortez es bella como un cielo nacido entre los pájaros, un cielo en el que brilla el sol de la poesía. ¿Cómo puede ser poesía lo que escribe Alberto Cortez si es un cantor?, nos miran asombrados los maniáticos clasificadores con ojos de pequeños burócratas. ´El poeta no debe cantar. Al cantar, debilita su condición de poeta. Si sabe cantar que disimule, cierre el pico y cepille sus plumas en secreto´. Eso ordenan los académicos de cáscara dura que miden la vida en cucharitas de café. Desde su aprendida ignorancia dictaminan impúdicos y cenaculares, con impermeabilidad hipopotámica. Dueños de todos los candados, huérfanos de todas las llaves. Acalambrados de tanto obedecer ortodoxias desde la más remota prehistoria, sus pulmones grises de funcionarios se asfixian con el aire que respira una guitarra, ese aire en el que arden vivas las palabras en pleno vuelo. Por suerte, la estirpe de los desobedientes es larga, y Alberto es uno de sus más luminosos continuadores.
Esa osadía de Alberto Cortez de hacer de sus canciones un camino de libertad y poesía, es lo que Laura Etcheverry retrata en su libro, pintando con el pulso más dulce un mural de voces, tejiendo un gigantesco tapiz con las hebras más íntimas de una vida.
Permítanme un recuerdo personal. Yo conocí las canciones de Alberto gracias a mi padre. Mi padre era un hombre bueno, tenía el corazón lleno de pájaros. Sabía coserme con un hilo infinito cada lastimadura del alma. Recordarlo es amanecer. Por eso amanezco, y lo veo en mi infancia poniendo un disco de Alberto en ese tocadisco que había armado con sus propias manos -porque mi padre tenía esa habilidad secreta de construir cosas, arreglar mecanismos, inventar mundos gobernados siempre por una paloma-. Yo me acercaba con una ternura de cachorro sonso y escuchaba esa voz que me hablaba de un árbol plantado en el límite de un patio, de la maravilla de Goyo, de un corazón sin distancia, de un abuelo que hablaba con el viento del norte, de un indio al que le robaron el caballo mucho antes de haber nacido, de los hombres que en las noches cantaban a las estrellas al son de acompasados guitarrones, y de la ausencia que nos duele al respirar cuando un amigo se va dejando un tizón encendido. Ahora que ese amigo se me fue, y se me apagaron al mismo tiempo todas las luces del alma y desde hace una semana el cielo se me volvió un manto de cenizas y ando con los ojos llenos de hojas secas y el pecho como un nido vacío, y vino la noche con lluvia y no soy más que un papel arrastrado por calles solitarias, con la tristeza de quien quiere agarrar la vida con la mano que le falta; recuerdo esa voz que vengo escuchando desde hace tanto tiempo, que sigue saliendo del tocadiscos del alma y siento que me nacen flores de la herida, porque el polen dulce que la ternura pone en la voz de Alberto es un sortilegio contra la muerte, es el árbol de la vida que crece de la raíz al sol, un árbol que canta premiado por todas las primaveras. Porque es cierto que los frágiles días que nos son dados pasan como casas desde la ventanilla de un tren, y apenas somos un soplo de arena en la infinita playa del tiempo. Pero también es cierto que hemos venido al mundo a soñar, a cantar con el alma desnuda, a atravesar en un descuido todos los espejos, a romper el cerco, estrenar los pies, desplegar las alas que escondemos bajo el pellejo. Este Alberto de los sueños color de la vida zurce distancias, cose retazos, une lo disperso, y nos ayuda a juntar los pedazos de nuestra voz rota para darle las gracias a cada mañana, cada árbol, cada amigo, por la insensata belleza de estar vivos y sentir que en nuestro corazón late el oscuro corazón de la tierra.
Escucho la voz de mi padre entre las páginas del libro, y es un viento que me tapa de recuerdos: Javier Villafañe, patriarca de todos los títeres y todos los caminos, escuchando con mi viejo una pila de discos de Alberto, con un vaso de vino incesantemente renovado. Armando Tejada Gómez, que iba a ese quincho tan conocido por Alberto y Laura, a festejar sus cumpleaños y a comer asados interminables de canciones y poesías recitadas, y cada vez que entraba, señalaba un póster gigante de Alberto que mi padre había pegado contra una pared pletórica de fotos y decía, con voz tonante: ´Yo amo a ese hombre, porque ese hombre es un ángel´. O Hamlet Lima Quintana, que en uno de esos asados, mientras un grupo de música, amigo de la casa, cantaba ´Castillos en el aire´, Hamlet, el hombre más parecido físicamente al Quijote que dio la poesía argentina, dijo con una solemnidad enternecida en sus ojos por el vino: ´¡Brindemos a la salud de este hombre que ha hecho algunas de las más bellas canciones del cancionero popular de nuestra tierra!´.
Muchos recuerdos vienen rodando lentamente hacia mí, piedritas brillosas que me bajan por la mejilla, memorias ligadas a los misterios de la sangre. Y la deseada sospecha de que en algún lugar tantos seres hermosos se vuelvan a encontrar, alrededor del mantel de una risa, pulsando las cuerdas de la emoción, llenando sus copas con el vino de la fraternidad, mirando el horizonte con los ojos heridos de soñar, y escuchando las canciones de Alberto, una vez y otra y otra y siempre.
Laura Etcheverry no es un detective que revuelve intimidades ni fabrica secretos, es una poeta que explora con ojos inmensos de asombro y gratitud la urdimbre de una vida, el territorio sensible sobre el que uno de los mayores poetas que haya cantado jamás en nuestra lengua levantó su portentosa obra. No es una biógrafa esclava de las cronologías, sino una enamorada de esas voces que polifónicamente reconstruyen y celebran la vida de este artista tercamente pampeano y fatalmente universal. A veces la escritura de Laura es un plumerío de palabras caídas del vuelo de la inspiración más alta, otras tiene una suavidad de luna dormida o la callada respiración de una flor, siempre es hospitalaria y generosa y atrapante.
Alberto Cortez no quiere llamarse como se llama, por eso se llama aire en el molino de la nostalgia, cigarra que ahuyenta el invierno, o niño sentado sobre el arco iris; y Laura lo nombra hasta el hueso más secreto del alma, hasta el nombre más oculto de sus días. Leer ´la vida´ es como leer un río, porque la vida es eso: agua que pasa, sangre que nos sucede desde el corazón al silencio.
Alberto camina siempre adelante, ayudando a los solos a sobrevivir a la dura obediencia de cada mañana, a salvar el cuello del filo sangriento de cada amanecer, a seguir siendo locos de misterio y poesía en este desierto de hombres sensatos. Nos ayuda a hacer de la vida algo distinto de la atroz farsa de durar, gachos los ojos en el etcétera de los días. Nos despierta con la vehemencia de una pedrada: ´¡Fuera los que tienen el alma gangrenada de codicia y la ambición llena de colmillos!´, nos ayuda a gritar, ´los que ponen mentiras y distancias y ríos áridos entre los hombres, los mezquinos, los tenderos, los traidores, los que para no perder calculan los pétalos de la margarita, los que piensan que todo se puede comprar porque día a día no hacen otra cosa que venderse´.
Es preciso ser preciso, por eso Alberto siempre canta claro como el Cantaliso de su querido Guillén. Eligió la incertidumbre de ser libre, antes que la seguridad de atarse a la noria del éxito que condena a girar eternamente en círculos iguales. Como todo artista verdadero se entrega al vértigo de ser él mismo antes que arrebañarse con un cencerro colgado del gaznate. El Poder que a tantos hipnotiza con el rubí de sus ojos de serpiente, a Alberto lo deja indiferente. Por eso su voz es tan poderosa, tan pájaro sin jaula, tan amiga de lo que crece y brilla, de lo que siembra y vuela, de lo que ama y sueña. Por eso se sube a los escenarios y canta moviendo las manos como si rompiera cadenas. Y así va por la vida con su andar por andar andando. Y Laura, vaya si ha andado por todos los caminos que conducen a Alberto, recogiendo minuciosos testimonios de vidas y afanes y sueños compartidos, no fue sólo recorrer Argentina, sino también trashumar por España, México, Puerto Rico, Ecuador, República Dominicana, Cuba. No hay lugar del mundo donde Alberto haya pasado con sus pies de viento, donde Laura no haya pisado, huella sobre huella, en una deliciosa cacería de rastros relatada con pasión y fidelidad, con la alegría trepada a las manos.
Pasen y vean. Pasen y lean. Los días de Rancul, cuando Alberto volaba con las alas de la infancia, conozcan sus padres, sus primeros amigos; la partida a Europa, sabrán cómo nació la rosa, como Renata -quien desde hace cuarenta cinco años es la sombra de su alma y la luz de sus días- luchó junto a Luis Tomás Melgar para que el verdadero Alberto Cortez saliera a escena; se sentirán uno más entre el público que aquella noche en el Teatro de la Zarzuela escuchó en la voz de Alberto las voces de Quevedo, Góngora, Machado, Lope de Vega y el Marqués de Santillana. Lo podrán ver subido al escenario del Teatro Colón, o musicalizando los poemas de Almafuerte, recreando a Gardel o volver desde las sombras del dolor cantando a todo corazón.
Pero hay algo más, porque siempre hay algo más. Leyendo este libro de Laura Etcheverry, sabrán cuáles son los fuegos que templan los infinitos metales de la voz de Alberto, y por qué quien bebe de sus canciones ya nunca más puede morirse de sed.
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