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EL ANGEL DE LA GUARDA
    Las Vegas, 8 de noviembre de 2007. Este día que fue el siguiente a la entrega de los Grammy. Salimos Daniel, mi agente, y yo a toda prisa del hotel con rumbo al aeropuerto, dispuestos a tomar un avión que nos llevara a Miami donde dos días después ofrecería mi primer recital tras 20 años de “exilio” de los escenarios de aquella ciudad, por haber cometido el terrible pecado de haber cantado en La Habana. (Pecado que los cubanos exiliados allí basaron en un incomprensible fanatismo que raya en un peligroso fundamentalismo y para lo que no existe absolución).
    Al llegar a aquel enorme aeropuerto de interminables corredores y escaleras, lo hicimos enormemente angustiados por la posibilidad de perder el único avión que nos llevaría a nuestro destino después de una interminable escala en Atlanta, centro de conexiones hacia todo el país en donde un mar de gente se mueve como poseídos corriendo de un sitio al otro para no perder la suya. La cuestión es que finalmente llegamos al mostrador de la compañía, Daniel mostró los pasajes y nuestros respectivos documentos y con nuestras tarjetas salimos raudos hacia la dichosa puerta de embarque, un tanto a la deriva por desconocer aquel monstruo de estación aérea e intentando orientarnos por los carteles que se limitan a contener una letra y un número.
    Daniel con su bolso y yo con mi Grammy en brazos comenzamos a subir por una escalera eléctrica que nos indicaba el camino a seguir para llegar a la dichosa y lejana puerta de embarque. Daniel subió y yo le seguí, con un montón de gente detrás mío que como nosotros buscaba su puerta. De pronto y sin saber porqué, un resbalón o vaya usted a saber qué giro del destino, perdí el equilibrio y comencé a caer para atrás con el consiguiente griterío de la gente sobre la que iba cayendo. Mientras iba escaleras abajo completamente sin control pensaba que aquellos probablemente podrían ser los últimos momentos de mi vida en cuanto mi cabeza golpeara con los escalones ascendentes.
    En esos pensamientos estaba cuando sentí que un par de manos suaves me tomaban la cabeza y me decían en español “tranquilo, que yo te sostengo la cabeza”. Alcancé a ver que se trataba de una muchacha rubia con ojos infinitos y una dulzura colmenar en la voz. En eso los de seguridad detuvieron la escalera y yo alcancé a darle un beso agradecido y aquella muchacha desapareció como esfumándose en el aire. Finalmente llegué arriba y ya la gente de seguridad había avisado a un par de médicos de guardia que me bombardearon a preguntas sobre mi estado físico y yo con tal de no perder el avión sólo dije que tenía un raspón sin importancia en uno de mis brazos. Durante el viaje fui reflexionando sobre lo sucedido y llegué a la conclusión de que aquella muchacha era el ‘Ángel de la Guarda’ que todos tenemos y que aparece siempre que es absolutamente necesario.
    Finalmente llegamos a Miami y dos días después el Dade County, repleto de gente ávida de escucharme, me brindó el mejor homenaje que un artista puede pretender, es decir, un éxito clamoroso.
    Tiempo después, ya de regreso en mi casa, comencé a sentir algunas molestias en la espalda y ni corto ni perezoso recurrí a mi amigo el doctor Enrique Ibáñez, eminente traumatólogo, quien al escuchar mi relato y auscultarme me dijo que convendría hacer una resonancia magnética para asegurar un diagnóstico. Así lo hice y allí apareció en visión perfecta la lesión que tiempo atrás me produjo aquella estúpida caída. Ya el Dr. Ibáñez me adelantó que la única solución era quirúrgica. No me quedé con la copla y consulté a mi amigo el neurólogo Ventura Anciones, que confirmó la diagnosis. “Nada”, dije yo, “cuanto antes, mejor”. Daniel hubo de posponer las fechas previstas para mi debut en Buenos Aires acuciado por el temor de que mi recuperación no llegase a tiempo. Ahora ya a casi tres meses de la intervención me he ido recuperando cada día un poco más. He perdido veintiséis kilos y sigo con un estricto régimen de comidas y unas largas caminatas apenas salido de la cama, casi al alba, con la fresca.
    Cuando apenas habían pasado treinta días de la operación realicé una gira por Estados Unidos y este cuerpito serrano mío se comportó como un afinado reloj e hizo que la operación fuese un recuerdo más. Lo que más resentí no fueron los conciertos, sino los interminables viajes en avión de Nueva York a Florida, Orlando, y de ésta a California, Anaheim, Los Ángeles y finalmente San Francisco.
    En Los Ángeles el doctor Raúl Torres, un médico entrañable, me hizo un estudio completo en una de sus clínicas para ver en qué estado me encontraba y todo salió a las mil maravillas. Del Doctor Torres ya hablaré en otro relato, porque realmente vale la pena que se conozca algo de este excepcional ser humano, un auténtico personaje que parece traído de una novela de Víctor Hugo.

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