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LAS PASTILLITAS AZULES
    Cuando yo andaba con mis veinte años recién estrenados derrochando amores y calores por doquier, un amigo me dijo: “Calma muchacho, no gastes demasiadas energías en estos asuntos, cuida la flauta que la serenata es larga”. Yo me reí de la ocurrencia, porque entonces me reía de la vida misma. Con esa prepotencia que sólo se gasta a los veinte años, pensaba “eso a mí no me pasará porque yo nunca seré un viejo y menos aún decrépito”.
    Sucede que como dice la canción, a esa edad uno sube, sube, sube, flotando como un globo en el espacio. El derroche amoroso es constante y sin tregua y no sin vislumbrar negativas consecuencias futuras. “Todo lo que vuela a la cazuela”, es decir, que yo no dejaba títere con cabeza.
    Pero claro, el amor tiene su metodología, que es el sentimentalismo, como uno de sus recursos más efectivos para controlar excesos, y el día menos pensado uno transforma su licenciosa vida de visitador de camas ajenas en habitante sedentario de la suya propia compartida con “el amor de su vida”. Es entonces cuando aquello que era una emancipación permanente y lujuriosa se convierte en una obligación irrefutable e insustituible. “En casa se cena a las nueve y se hace el amor martes y jueves, estés o no estés”. Ante semejante obligación, generalmente uno deja los pantalones colgados en la percha de su ya gastada juventud y sencillamente acata la decisión conyugal por comodidad, por higiene, por amor y, por supuesto, por el resto de respeto que aún permanece vivo y en activo hacia la institución del matrimonio y para evitar discusiones escabrosas y tener la fiesta en paz.
    Pero los años no pasan solamente para los demás, también pasan para nosotros. Uno rechaza con cierta resignación la primera aparición del hastío y se promete luchar contra ese fantasma con todas sus fuerzas.
    Una noche cualquiera uno nota que el “desabillé” transparente de su amada ya no marca las mismas formas que antes, y al mirar por debajo de las sábanas también observa con horror que lo que era un puente levadizo, no pasa de ser un puente colgante sobre un peligroso abismo en donde el vértigo hace mella en sus interiores más recónditos.
    La recurrida excusa del exceso de trabajo y del estrés permanente suele ser el escondrijo más utilizado para las primeras escaramuzas de la nueva guerra que uno empieza a pelear consigo mismo. El amigo más íntimo suele ser el receptor de los primeros asombros y lamentos, y quien para quitarse el asunto de encima recomienda visitar al mejor y más discreto urólogo de la ciudad. La catarata de elementos hasta ahora inusuales que a uno se le viene encima lo apabullan: colesterol, ácido úrico, transaminasas, triglicéridos, uréa, etcétera. Finalmente el médico, ante la cara de terror que a uno se le pone con tanto nombre raro, le dice que la cosa tiene que ver con los años y el uso y abuso que ha hecho de tanto puente levadizo, y uno recuerda entonces aquella reflexión de García Márquez cuando afirma que venimos al mundo con una determinada cantidad de coitos a consumar y que debemos administrarlos con sapiencia y paciencia y no malgastarlos. Eso que a uno en su momento le pareció una soberana tontería, de pronto siembra la más oscura de las dudas. “¿Y si el Gabo tuviera razón?, ¿cuántos me quedarían?”.
    Pero no se preocupe, amigo, que la ciencia está para ayudar a los seres humanos y usted no es una excepción.
    -¿Ha oído hablar del viagra?
    -Pues sí, pero ¿usted cree, doctor, que a mi edad ya debo empezar con estos recursos?
    -Para estas cosas no cuenta la edad, amigo, sólo cuenta si hay problemas o no, y usted, evidentemente, los tiene.
    El médico escribe una receta y recomienda leer minuciosamente las recomendaciones en el prospecto adjunto. Uno sale del consultorio y entre en la primera farmacia que encuentra y con una vergüenza indescible presenta la dichosa receta; la dependienta, porque siempre es una mujer quien atiende, especialmente cuando uno va a comprar algo comprometedor, sonríe levemente y a uno le parece que se encuentra sentado en el banquillo de los acusados en un juicio por lo menos similar al de Nuremberg, acusado de los más atroces crímenes contra la humanidad.
    Eufórico, como si llevara entre sus manos la piedra filosofal, corre a su casa, se encierra y a solas lee y relee el prospecto. “Debe esperar por lo menos dos horas después de comer y tomar una pastilla dos horas antes del acto”, y luego obrar con naturalidad. Uno se las promete maravillosas: seguro que ya el “desabillé” de su amada volverá a tener el mismo efecto erótico de las primeras veces. Afronta uno el asunto con una expectativa inusual y totalmente dispuesto a ver con emotiva alegría cómo aquello, al igual que el ave fénix, vuelve a remontar el vuelo y tomar altura suficiente como para brindarse la felicidad que tanto necesita; incluso imagina la posibilidad de alguna acrobacia tan común en los vuelos de otros tiempos. Llega a convencerse incluso que aquellas mágicas, diminutas y esperanzadoras pastillitas azules pueden de alguna manera devolverle la autoestima que ha comenzado a deteriorarse seriamente en cuestiones relacionadas con el sexo y el placer.
    Generalmente los resultados tienen mucho que ver con la pirotecnia, los globos de colores y las pompas de jabón. Uno se siente un súper macho y acaba por aferrarse a las dichosas pastillitas azules y si se descuida puede llegar a una severa conclusión: “¡Ah, si García Márquez lo hubiera sabido antes!”. En fin, los años suelen traer estos regalitos.


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