QUE SEA LO QUE DIOS QUIERA
Indignado estoy como indignado está el pueblo argentino ante la sistemática tomadura de pelo a la que viene siendo sometido desde hace ya mucho tiempo por la clase dirigente del país. Una clase dirigente que se autodenomina clase política y que de política tiene muy poco, a juzgar por los resultados que han obtenido en vagas e infértiles gestiones de gobierno hasta ahora mismo.
Mi indignación ha llegado a su cenit cuando hace un par de días el actual Presidente Eduardo Duhalde declaró que si el Congreso de la nación no aprobaba la ley que él proponía sobre la transformación del dinero de los ahorristas en bonos del estado, es decir, momentáneamente irrecuperable, no se hacía responsable de las consecuencias y QUE SEA LO QUE DIOS QUIERA. Curiosa manera de descargar las responsabilidades inherentes al cargo de Presidente, cuando Duhalde se comprometió ante el Congreso de la nación a cumplir el encargo de formar gobierno como Presidente con la condición de resolver la crisis tan aguda como crónica que padece el país. QUE SEA LO QUE DIOS QUIERA, dijo el Presidente.
Veamos qué es lo que es lo que se supone que Dios quiere. Me niego a pensar que Dios sienta o tenga una especial animadversión hacia la Argentina o hacia cualquier estado de su creación, en consecuencia aquello de “que sea lo que Dios quiera” no puede tomarse en serio, ni como excusa ni como forma de resignación.
Dios, tal y como hemos sido educados en las normas básicas de la religión católica, se supone que es sinónimo de justicia, y se supone también que Dios lo único que pretende de la Argentina o de cualquier Estado de su creación es que sus dirigentes actúen con respeto y exigiendo respeto por la justicia.
Y es eso precisamente lo que no hace ni el presidente argentino ni sus adláteres, pues uno tiene la sensación de que todos, hablando mal y pronto, se pasan alegremente la justicia por el arco del triunfo. La población entera sabe cuáles son los culpables del drama social que padece actualmente el país, quiénes son los beneficiarios fraudulentos del expolio y venta de los bienes públicos, y la población entera sabe que el dinero de aquellas ventas reposa a buen recaudo en la cuenta privada de tal o cual dirigente en paraísos fiscales de todos conocidos.
Los militares del proceso convenientemente indultados por gobernantes insensibles a la idea de la justicia, no fueron juzgados por pisotear la democracia, ni por sus chanchullos y corruptelas económicas, sino por otro tipo de crímenes, atroces todos, cometidos durante el oscuro período de su permanencia en el “de facto” poder. Como si estos militares corruptos y asesinos hubieran abierto la ética veda de la corrupción, detrás vinieron dirigentes permisivos, sordos y ciegos a la necesidad justiciera del pueblo, que no sólo pedía sino que exigía justicia. Y ese pueblo, eufórico al principio por la recuperación de la democracia perdida, poco a poco fue ganando desencanto hasta llegar a perder totalmente la confianza en sus acomodaticios líderes.
Uno, desde un rincón de la historia, observa asombrado e indignado los tejes y manejes de estos personajes, e imagina soluciones quizás imbuido en un espíritu un tanto incrédulo al que lo ha conducido la inoperancia dirigente, y piensa que la única manera de recuperar todo lo perdido pasa por recuperar el respeto por la justicia, aplicando implacablemente y sin dilaciones el código penal, es decir, metiendo en la cárcel de esa justicia a todos aquellos que se burlaron y se burlan de ella manipulando los caudales públicos en beneficio propio. Las preguntas son obvias: ¿dónde está el dinero que se obtuvo por la venta de YPF, y el de Telefónica, y el de Aerolíneas Argentinas, y el de obras sanitarias, y el de Endesa?, y así hasta el final de la interminable lista de privatizaciones que se llevaron a cabo. Es cierto que cualquier acto de justicia no debe significar una venganza, pero sí un correctivo, además de una exigencia de respeto a esa justicia que no es otra cosa que un bien comunitario.
Si todo el mundo sabe cuáles son los responsables, nadie entiende por qué esos responsables no son metidos entre rejas hasta que devuelvan hasta el último centavo que le robaron al país, aunque gasten toda la vida en hacerlo. Mientras no se restablezcan los valores éticos y el sentido más respetuoso de la ley, la República Argentina no superará esta crisis ni las posibles que puedan venir en el futuro, futuro que por indolencia y permisividad puede convertirse en quimera y perderse para siempre.
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