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AMO MADRID
    Amo Madrid como si hubiese nacido en su seno.Tanto como si por arte de magia fuera yo un sobreviviente, héroe del dos de mayo, es decir, gato gato, o fuera yo el Pichi o el Felipe de mi vida. Amo el Madrid de Carlos III y el de Joaquín Sabina, el de Tierno y el de Umbral. El de Doña Rosa que va con su perro a que se lo bendiga San Antón y el de Manolo esperando paciente toda la noche en vela para abrazar al Cristo de Medinaceli. Sencillamente amo Madrid con un amor entero exigiéndole a cambio solamente su señorío y la gracia cotidiana.
    Lo amo cuando Madrid es urgente alrededor de lo nuevo y hasta cuando Madrid es San Isidro y en Las Ventas se produce el holocausto de reses sin culpa. Lo amo cuando Madrid es Cibeles y es Neptuno festejando un balón. Incluso lo amo cuando se convierte en víctima como objetivo en forma de coche bomba que los nazis de la ETA hacen estallar en cualquier inocente calle. Quizás en estas circunstancias es cuando más lo amo, por su entereza, dignidad, paciencia y grandeza de llegar a perdonar lo imperdonable.
    Siempre he creído que cualquier forma de fanatismo es una descerebrada forma de comportarse. El fanático es un peligroso agresor que se esconde detrás de si mismo, eternamente al acecho y que puede atacar en cualquier momento sin programa alguno. Con esto quiero decir que desde lo más profundo de mí detesto a los fanáticos, sus hazañas y sus consecuencias. Sin embargo, a pesar de no haber nacido en Madrid y de ser un activo fiscal de los extremos, en cualquier ciudad que visito, llamese New York, Lima o Buenos Aires o cualquier otra adonde encuentre un paciente "escuchador", me descubro hablando de Madrid, y el hacerlo me provoca una cierta inquietud porque inconscientemente tiendo a caer en lo que más procuro evitar, el fanatismo, pero finalmente me resigno y lo acepto porque se trata de Madrid y el amor me lleva a justifiar el desvarío. Por fortuna este tipo de exceso es inocuo porque responde a un sentimiento cabal, sin fisuras, auténtico como la calle de Alcalá o como el oso que se atiborra de madroños en la Puerta del Sol.
    ¡¡Ojo!!, no piense el lector que vivir en Madrid es dormir cada noche en un lecho de rosas. Nada de eso, y si no que intente atravesarlo con su coche un viernes a las seis de la tarde. A las seis en punto de la tarde, cuando son las seis en todos los relojes y se abren las puertas de todos los corrales y salen desbocados al ruedo del fin de semana los impacientes morlacos del hastío. Aplastan Madrid, ahogan Madrid, aturden Madrid. ”¡Ay qué terribles seis en punto de la tarde del viernes por la tarde!". A lo lejos espera la gangrena, el yodo, el asombro y el sonoro rubí giratorio del Samur. Aunque Madrid no sea un lecho de rosas y sean terribles esas seis en punto de la tarde del viernes por la tarde, aunque espere sin prisas la gangrena...
    Amo Madrid, inevitablemente, inexorablemente.
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