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JACQUES BREL - 26 AÑOS DE SU DESAPARICIÓN
    Carlos Oviedo, de Buenos Aires, asiduo visitante de mi página, me sugiere en su última entrada que escriba un comentario sobre Jacques Brel, luz y guía de los cantautores actuales, con motivo de cumplirse el luctuoso vigésimoquinto aniversario de su deceso. El dato no es correcto, pues Brel murió el 9 de octubre de 1978 en el Hospital Franco-Musulmán en Bobigny, en la región de París, por lo que no son veinticinco sino veintiséis años los que se han cumplido de su desaparición. En todo caso, me parece buena la sugerencia e intentaré hacerlo si la emoción no me juega una mala pasada y se traban mis dedos sobre esta máquina de escribir con memoria. Veamos.
    Cuando escuché por primera vez “Ne me quitte pas” por aquel hombre me produjo risa. Mi ignorancia sólo captaba el sonido global un tanto monótono y una forma de cantar extraña, inusual, sin entender, por supuesto, ni jota de lo que aquel señor decía.
    A principio de los sesenta yo era un prepotente joven veinteañero, ignorante y despreocupado, que utilizaba para comunicarse con la gente de Bélgica un desprolijo inglés a la manera de Trazan, y me conformé. Me felicitaba de que aquel champurreo vasto me bastara para sobrevivir y para ganarme la vida en los sitios donde contrataban a este exótico joven sudamericano que cantaba canciones que a los belgas les sonaban divertidas. Mi relación con el idioma francés no pasaba de una serie de anécdotas zafias, por no decir grotescas, de mi relación con Pocha Madariaga, tan legendaria como pintoresca profesora de francés del colegio Manuel Ignacio Molina de San Rafael, Mendoza, donde cursé mis estudios secundarios. Las enseñanzas de aquella profesora nunca fueron más allá de un cachondeo colectivo afín al personaje, que disfrutaba con los alumnos de comentarios y bromas durante las apócrifas clases. Aquella mujer, ya entrada en bastantes años, pretendía aparentar con maquillajes, actitudes y ropaje una juventud que ya no tenía y, naturalmente, aquello era motivo de hilaridades entre el alumnado y, por supuesto, las clases de francés eran de todo menos clases del idioma de Voltaire. Volviendo a Brel, mi entonces amiga Renée Govaerts se enfadaba duramente conmigo cuando yo me refería a él con sorna. Hoy, cuando dejo volar mis recuerdos retrospectivos, íntimamente me avergüenzo de aquellas actitudes.
    El destino siempre nos tiene reservadas sorpresas, como aquella canción de Rubén Blades “…la vida te de sorpresas, sorpresas te da la vida…”. Por aquellos años fui convocado por una compañía discográfica francesa interesada en grabar canciones conmigo bajo la condición de someterme a un severo aprendizaje del francés, con el fin de realizar el trabajo en este idioma. Durante tres meses estuve dedicado al asunto poco a poco, gracias a las dos profesoras diarias y, por supuesto, al compromiso de evitar hablar en otro idioma que no fuera el francés, pues ya para entonces y debido a una larga estancia en Canadá y Estados Unidos mi inglés había dejado de ser ‘tarzanesco’ para fluir con más seguridad. Respeté mi compromiso de no comunicarme ni en castellano ni en inglés con nadie, e ir al cine a ver sólo películas francesas. Poco a poco me fui habituando y adaptando al parisino, que, por cierto, como sucede siempre en las grandes capitales, es un francés cargado de modismos, lugarismos y capitalismos divergentes del resto de Francia. Para acelerar mi formación recurrí al cancionero popular y, naturalmente, caí en Brel. Además de comprender aquel “Ne me quitte pas” se abalanzaron sobre mí canciones como “Les bourgeois”, “Le moribond”, “La Fanette”, “Fernand”, “Amsterdam”, “Les toros”, “Mathilde”, “Mon père disais”, “Quand on n´a que l’amour”, “Les bergers”, “Les vieux” y “Le plat pays”, que al decir de Renée Govaerts, esta canción era para ella su verdadero himno nacional, más que “La Brabançonne”, himno oficial de Bélgica y muchos etcéteras más.
    Cuando pude entender cada palabra de las obras de este genial poeta me invadió un sentimiento irrefrenable de arrepentimiento por mi torpeza juvenil sobre aquel “Ne me quitte pas”. Como puede imaginar el lector, desde entonces hasta ahora mismo, Brel y el conocimiento de su obra se convirtió en un objetivo prioritario en mi vida y, por supuesto, en un ejemplo a tratar de seguir. ¿Cómo era posible que aquel hombre pudiera expresar con semejante claridad y en un idioma coloquial tanta sensibilidad sobre temas de la vida cotidiana exponiendo duras críticas a veces, y en otras una ternura infinita? Aquello sólo podía ser el trabajo de un gran poeta que utilizaba la canción para editar sus versos magistrales en lugar de los clásicos cuadernos de poesía. En un tiempo de frivolidades en la canción popular, Brel demostraba que era posible cantar cosas serias, poemas bien escritos y con temas hondos y que la gente los aceptara. En una palabra, era posible vestir a la canción con trajes de gala desechando los harapos con que se exhibía en los años sesenta. Si yo no lograba en castellano aquella perfección debía recurrir a quienes en el sagrado idioma de Cervantes lo hicieran. Comenzó para mí una tarea denodada de búsqueda y para ello decidí volver a mis bases, es decir, a leer y releer a mis poetas más apreciados y así recorrí nuevamente las páginas magistrales de Neruda, de Lorca, Machado, Almafuerte, Miguel Hernández y todos aquellos que fueron alguna vez mis poetas fundamentales. Esta vez los leí con el objetivo no solamente de ampliar mis conocimientos intelectuales, ni siquiera para volver a disfrutar de cada frase, de cada idea, sino para pensar en la posibilidad de encontrar coplas que pudieran ser musicalizadas como textos de algunas canciones, es decir, proveer a aquellos maravillosos vates de un vehículo diferente para que la poesía llegase a través de los medios de comunicación a la mayor cantidad de gente posible. Quién me iba a decir a mí que aquella idea de musicalizar versos de grandes poetas iba a tener tan extraordinaria recepción y que aquel ejercicio abriría una ventana llena de luz para mí y para muchos otros compositores que no se atrevían a musicalizar poemas.
    Me confieso mitómano y Brel se fue convirtiendo en un mito irrefrenable para mí. Me convertí en un adicto de toda su obra discográfica al tiempo que atesoraba cualquier noticia que tuviera relación con él. Un buen día vi anunciada su actuación en un teatro de Lovaina, que es sede de una de las universidades más importantes de Bélgica, y si no fui el primero, debí haber sido el segundo en adquirir los tan deseados boletos. Pocas veces en mi vida he disfrutado tanto presenciando un recital como aquella noche. Cuando llegué finalmente a la cama, totalmente compungido por la emoción, me costó conciliar el sueño por seguir rememorando cada instante del concierto. Fue tal la impresión, que me sorprendí al día siguiente de ver que la ciudad seguía en su sitio, que la calle era la calle y que las canciones de Brel no hubieran transformado completamente el mundo.
    Tiempo después cuando estrenó su versión de “El Hombre de La Mancha” en el “Teatre de la Monnaie” de Bruselas, ella y yo corrimos para comprar boletos y, claro, aquello era una quimera por la expectación que el acontecimiento había despertado en la capital. Naturalmente nos encontramos con el fatídico cartelito en taquilla: “Sold Out”. Días después regresamos con el mismo brío, e igual “Sold Out”, y así hasta cuatro veces. A la quinta, mientras mirábamos azorados el dichoso cartelito vimos que el botones de un hotel se acercaba a la taquilla a devolver dos boletos de algún huésped que no podía asistir. Nos hicimos con esas entradas y, cosas de la suerte, eran dos de las mejores ubicaciones del teatro. Brel en aquella obra era Don Quijote, absolutamente Don Quijote, nadie tenía a nuestro entender más derecho de representar el personaje que el propio Brel. En cada paso de la obra lo reconocíamos como tal. Al finalizar la representación nos estacionamos en la salida de artistas. Allí esperamos pacientemente para poder hablar con él aunque sólo fuera durante un minuto. Yo había por aquel tiempo intentado traducir una de sus canciones, “Jef”, y al fracasar en el intento terminé componiendo “Manolo”, con una historia similar al tema de Brel. En la carpeta del disco original reza: “Manolo, sobre una idea de Jacques Brel”. Aquella noche Brel fue el último artista del elenco en salir. Cuando estuvo frente a nosotros a mí me dio lo que llaman “el trac“ y me quedé sin habla.
    Ella le dijo que yo era cantante y compositor, y cuando pude finalmente hablar, le comenté acerca de mi trabajo sobre ‘Manolo’. Me dijo que me agradecía el detalle, pero que las ideas están en el aire y que seguramente del aire él había extraído su “Jef”. Aquella noche, emocionados hasta las lágrimas, ella y yo nos perdimos por las callejuelas de Bruselas, llenas de bares, y al entrar en uno al azar nos volvimos a encontrar con él, y al vernos nos reconoció y nos invitó a beber con él una cerveza.
    Hasta aquí el anecdotario. Cuando me enteré de su enfermedad irreversible sentí como un desgarro en mi interior, como si algo mío fuera a partir para siempre. Me consolé pensando que Jacques Brel iba a enfrentarse a lo inevitable disfrutando de una libertad absoluta que tanto persistió en defender a lo largo de toda su obra. Allá lejos, en las Islas Marquesas, navegaría hasta el final en un velero llamado libertad, como dice mi cofrade admirado José Luis Perales. Fue enterrado en la isla de Hiva Oa, en una tumba al lado de Gauguin, como si la tierra tuviera que aunar el trazo mágico del pintor con la palabra señera del poeta.
    Ya han pasado veintiséis años de su partida y, a pesar del tiempo, sigue ejerciendo sobre mí esa influencia que sólo ejercen los grandes maestros. Brel sigue vivo siendo el espejo en el que me miro y como la “inalcanzable estrella del hombre de La Mancha” la meta a tratar de llegar algún día. Lo importante no es la inalcanzable estrella, sino el no cesar en la idea y la tarea de tratar de alcanzarla.
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