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¿HISTORIA DE UN FRACASO?
    Villa María es una progresista ciudad de la provincia de Córdoba en Argentina. Hace algunos años yo había actuado en un teatro de la ciudad y desde entonces muchos de los asistentes de aquel concierto me sugirieron que debía volver una próxima vez al auditorio, auténtico orgullo de los habitantes de la villa, recinto en donde todos los años se lleva a cabo un famoso festival de música que pretende competir con el archiconocido festival de Cosquín, orgullo de aquella provincia y auténtico Parnaso de la música vernácula argentina. En esta gira, organizada alrededor de la actuación prevista en el Luna Park de Buenos Aires el 21 de octubre, máximo escenario actual de la música popular, se presentó la circunstancia de actuar el día 16 en el auditorio de Villa María.
    El recinto es un coliseo tipo romano con capacidad entre quince y veinte mil personas, magníficamente equipado, con un sonido espectacular, buenos camerinos y acceso relativamente fácil para el público. Compartiríamos escenario con Valeria Lynch, fantástica cantante arropada con un gran grupo de músicos, coros y bailarines que conforman un espectáculo de música y color de alta calidad. Solicitamos salir a actuar en primer término, puesto que lo nuestro se trata de un concierto de cámara a la manera de los cantantes líricos, es decir, piano y voz acompañado del extraordinario pianista que es Fernando Badía, y nada más. Nuestra intención de actuar en primer término y a hora muy temprana respondía especialmente a que debíamos emprender por carretera, a través de los setecientos kilómetros que separan Villa María de la Capital Federal, el regreso a Buenos Aires. Compromisos adquiridos con anterioridad así lo exigían. Total, que salí al escenario alrededor de las 18 horas bajo un sol de justicia que permitía ver desde el escenario los rostros y movimientos de las casi cinco mil personas que ocupaban las butacas del auditorio incluyendo adultos y niños, éstos absolutamente desinteresados por lo que sucedía en el estrado, jugando a sus juegos de carreras, piruetas y gritos que me impidieron concentrarme como es habitual y necesario para desarrollar mi programa. Salí a escena con mi acostumbrado entusiasmo de ofrecer lo mejor de mi repertorio y concentrado en cada canción al máximo para tratar de comunicar mi emoción a los asistentes. El locutor o presentador hizo toda una apología de mi persona con halagos tan inmerecidos e innecesarios como extensos, y finalmente dio paso a mi presencia con un altisonante: “Con todos nosotros, ALBEEEEEERTOOOOO CORTEZ”. El recibimiento fue cálido, pero sin la euforia a que me tiene acostumbrado el público argentino. Seguramente la gente se sintió sorprendida por mi inesperada aparición tan temprana. Agradecí los aplausos de bienvenida y comencé cantando ‘Como el ave solitaria’ y enseguida ‘A mis amigos’, con aplausos en principio tímidos que multiplicaron su entusiasmo al terminar ‘Mi árbol y yo’.
    No hay nada peor para quien ocupa un escenario que ver la cara de la gente y sus movimientos. Por ello, todo espectáculo que se precie de serlo, se realiza dejando el público a oscuras e iluminando sólo el escenario. La concentración debe ser mutua, tanto de los espectadores como receptores, y la de los protagonistas como actores. Cualquier movimiento o ruido provoca en los artistas una ruptura de la concentración que desconcierta cualquier acto artístico que se pretenda realizar y naturalmente perjudica inexorablemente la representación. Aquello a plena luz y a pleno sol se convirtió en algo parecido a una feria: niños jugando a sus ruidosos juegos corriendo y haciendo piruetas insólitas, espectadores distraídos por aquellos protagonismos infantiles, en fin… que mi concentración fue mermando y con ella mi entusiasmo. Confieso que en ciertas cosas soy un ser bastante aprensivo y en medio de aquello comenzó a crecer en mí la impresión que yo estaba de más allí. Notaba en cada canción que no lograba conectar con la gente y una especie de desazón se fue apoderando de mí. Precipité el final y ya cerca del mismo hubo un atisbo de comunión. La gente se enganchó conmigo en ‘Castillos en el aire’, y cuando me retiré del escenario el respetable no lo aceptó y ruidosamente reclamó más canciones como si de pronto se hubieran despojado del desinterés y hubiera tomado conciencia de lo que realmente había y estaba sucediendo. A un lado del escenario estaba Daniel, mi agente y apoderado, que intentó recordarme que era el día de la madre y que debía cantar ‘Mi madre y el aire’. Era tal mi enfado que lo dejé con la palabra en la boca y regresé al escenario y casi por inercia canté ‘Cuando un amigo se va’, que siempre significa el final de mis recitales. Los aplausos fueros muchos y cerrados, yo con ellos me retiré del estrado y pese a la insistencia del público ya no volví a salir.
    Cuento esto porque a veces, yo no soy una excepción, los artistas cuando el éxito nos sonríe habitualmente solemos encerrarnos en una burbuja de soberbia cercana a la vanidad que nos hace creer que nuestra sola presencia es suficiente para condicionar la libertad de la gente de juzgarnos bien o mal. Salí del escenario enrabietado, jurando en arameo, respondiendo a ese mal endémico que padecemos los argentinos de cargar siempre las culpas en las espaldas ajenas. El público de Villa María no tuvo la culpa, la culpa fue sólo mía y asumo esa responsabilidad porque no supe sobreponerme a la adversidad de un error de cálculo en escoger la hora de la actuación y bajé cobardemente los brazos y no cumplí como es debido con mi obligación. Por ello estoy avergonzado y si alguien de aquella población lee estos escritos debe saber que si algún día la vida me brinda otra oportunidad, volveré a Villa María y empezaré mi actuación pidiendo humildemente perdón por todo esto como corresponde a todo bien nacido.
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