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LUNA PARK, 21 de octubre de 2005
    Uno, desde niño, de manera aún nebulosa, sueña con alcanzar algún día el éxito total, el definitivo, el añorado éxito del reconocimiento unánime del público, el éxito que se supone en esos cantores que a diario escucha por la radio, y para ello a medida que avanza la vida uno va haciendo acopio de conocimientos y experiencias. Crece escuchando y aprendiendo lo que escucha de los grandes compositores que le han llenado de emoción todos los espacios de su corazón, solloza emocionado cuando escucha que ‘hacen harina la luz del cielo con el silencio de las violetas’ en ese Romance del Molinero del gran Jaime Dávalos y de Don Eduardo Falú, o se le derrama el alma cuando ‘las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas’, y uno aprende a poner en orden algunas palabras que se le van ocurriendo y, de pronto, Brel, desde su idioma original, le indica el mejor modo de hacerlo y además lo hace cantando. Es entonces que uno se anima y empieza a garabatear estrofas más dignas de la papelera que del papel que utiliza para escribirlas, y de pronto sin pensarlo asoman las primeras estrofas válidas, que suenan lindas y rítmicas y uno se precipita al piano y va poniéndole alas a esas estrofas: ‘En un rincón del alma, donde tengo la pena que me dejó tu amor’. “¡No está mal como canción!, ahora habrá que ver lo que piensan los de la casa de discos, ¿les gustará?”. Graba uno el disco y la gente lo acepta y lo eleva a las alturas del éxito, lo quieren y lo compran y uno piensa que parte de sus sueños originales han empezado a convertirse en realidad. Se anima uno y nacen canciones como “Cuando un amigo se va”, “El abuelo”, “Manolo”, “El farol de una calle cualquiera”, y poco a poco uno va armándose de un repertorio y ya se reclama su presencia en escenarios de postín. Un buen día me invitan a ir a la Argentina, con la emoción que supone el regreso a mi país de origen del que falto ya diez años, y a uno se le acelera no sólo el ritmo cardíaco sino también el ritmo lírico y el entusiasmo lo desborda y uno escribe cosas como ‘Distancia’, o ‘El regreso a la casa familiar’. El viaje en avión se hace interminable y al llegar uno tiene ganas de tirarse de la escalerilla para besar el suelo de ‘su’ tierra. La actividad profesional suelta sus amarras y comienzan los programas de televisión como ‘Sábados circulares’ con Pipo Mancera. La gente no termina de digerir este tipo de canción y empieza lentamente a generarse algo parecido a la decepción. En Buenos Aires se impone el ‘palitoorteguismo’ o el ‘leonardismo’ de Fabio y uno se plantea por primera vez aquello de ‘qué hace un chico como yo en un país como éste, tan distraído con un tipo de música que nada tiene que ver con la mía’. De pronto aparece en el mercado un disco de Serrat cantando a Machado, incluso con algunos poema musicalizados por mí, como ‘Retrato’ y ‘Las moscas’, pero… ¡cómo podía ser si los responsables de mis discos en Argentina tenían mi material desde mucho antes y no lo habían editado! Cuando reclamé me dijeron que para ellos aquello ‘no era comercial’ y ahora Serrat ocupaba con éxito el lugar que los responsables de mi entonces casa de discos habían despreciado. Definitivamente éste no era el país que yo soñaba encontrar; lo mejor sería plegar velas y largarme hacia donde mi música tuviese la opción de ser trascendente.
    Cuando a punto estaba de iniciar mi retirada, el propietario de un canal de televisión me propuso anunciar a toda pantalla un recital en el Luna Park, legendario estadio donde se realizaban peleas de boxeo y otras actividades deportivas. Acepté el reto como última alternativa con la esperanza de una reivindicación. Tal día a tal hora, y tal día a tal hora la asistencia fue tan exigua que mis esperanzas y entusiasmos se derrumbaron estrepitosamente y enseguida tomé la decisión de irme definitivamente para no volver nunca más a cantar en Argentina. Pasaron varios años y un día, actuando en Puerto Rico, recibí una propuesta para ir a Buenos Aires a filmar un comercial para un vino popular de dudosa calidad. La oferta económica era muy sugestiva y uno no anda para despreciar ofertas jugosas de trabajo. Para entonces el distribuidor de mis discos había cambiado de Music Hall a Microfón, empresa cuyos propietarios eran los hermanos Kaminsky, que había manifestado un serio interés en mis trabajos. Ellos vieron con claridad que aquella era una oportunidad que no se debía desperdiciar, y negociaron con la agencia de publicidad que antes de hacer el comercial de aquel vino se debía hacer un comercial de Alberto Cortez, y así se hizo. Yo aparecía en el escenario del Teatro Coliseo cantando una estrofa de ‘Cuando un amigo se va’ y un locutor en off decía algo así: “Alberto Cortez, un argentino triunfador en el mundo pronto vendrá a presentarnos un vino, etc., etc...”. El spot se pasó por todas las televisiones y poco a poco el público se fue enterando de quién era ese tal Cortez. Microfón por su parte aprovechó la ocasión y reforzó la promoción. De pronto y a raíz de estas promociones mi nombre comenzó a ser tenido en cuenta, se vendían mis discos y comenzaron a llegar ofertas interesantes para realizar presentaciones personales. La espina de aquel rotundo fracaso en el Luna Park comenzaba a debilitarse. ¿Qué más puede pretender un artista que ser reconocido y admirado en su propio país por sus coterráneos? Mis reticencias de no volver a cantar en Argentina se fueron debilitando y finalmente acepté regresar al país y presentarme en el Teatro Coliseo. Aquella noche fue una de las más brillantes de mi vida. El público me recibió puesto en pie como disculpándose de no haber reconocido mi trabajo antes. Después vinieron giras por todo el territorio nacional, de Jujuy a Tierra del Fuego, y un buen día el Teatro Colón, siempre reservado a la música clásica, al ballet y a la opera, se abrió por primera vez para un concierto unipersonal de un cantante popular. En el Colón fue otra noche de gloria inolvidable y luego siguieron otros muchos teatros, el Opera y el Gran Rex, el Círculo de Rosario y muchos más, pero la espinita del Luna seguía pinchando mis interiores inexorablemente.
    Daniel Frega, mi agente y apoderado, llega finalmente a un acuerdo con la empresa Fénix y programan el Luna Park para el 21 de octubre de este 2005. La espera y la ansiedad de que ese día llegara alteraron de forma notable mis rutinas, y ya un par de meses antes comencé a preparar el repertorio y el escenario. Cuando ya tuvimos el repertorio aproximado, grabé un disco con las canciones que iba a cantar en el día señalado para que el iluminador supiera como serían las cosas. El concierto fue anunciado como un ‘concierto de cámara’, es decir, a piano y voz.
    Y llegó el gran día. Cuando entré por la tarde en el estadio vacío me estremecí al pensar que aquel primer fracaso podría repetirse, aquello era demasiado grande y los fantasmas de la duda se apoderaron de mí. Daniel se negaba sistemáticamente a decirme si se habían vendido entradas o no. Incluso mandó a cerrar todas las rendijas de espías que existen en los telones de todo espectáculo. Cuando llegó la hora de salir a escena se encendió todo el recinto y cinco mil personas me recibieron puestas en pie con una ovación atronadora interminable. Cuando llegué al micrófono sólo atiné a decir: “Y ahora con esta emoción, ¿cómo se hace para empezar a cantar?”. Desde la primera canción supe que la espina que me había torturado durante muchos años había saltado por los aires. Creo que en toda mi carrera no he cantado mejor y con tanta seguridad y emoción como esta noche. El público deliraba en cada tema; Fernando Badía, mi pianista, tocó mejor que nunca; Cacho Ritro, que me acompañó en un par de obras con su guitarra y su charango, derrochó talento en cada acorde; y todo salió perfecto durante las casi tres horas que duró el concierto.
    Si yo fuera un prepotente chulo madrileño podría decir sin temor a ruborizarme: “¡AHÍ QUEDA ESO!”.

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