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·

HORACIO
    Estacionaron su cama al lado de la mía en la sala de terapia intensiva de la Fundación Fleni de Buenos Aires. No tendría más de 19 ó 20 años según se presumía, pese a la máscara de oxígeno y los múltiples tubos y vendajes que cubrían su cuerpo casi por completo. El enfermero que lo trajo se limitó a comentar conmigo meneando la cabeza.
    “Otro inmortal”, como dice la canción, “víctima de las malditas motos”. “Aquí está, no llega a los veinte años y se ha descerebrado chocando de frente contra un camión. Ahora mismo lo que tiene de vida pende de un hilo y la que tiene es como la de un vegetal”. “Con suerte”, continuó diciendo el enfermero, “si llega a sobrevivir la recuperación no le alcanzará más que para sentarse en una silla de ruedas el resto de su vida. Ah, si yo tuviese autoridad, prohibiría esas máquinas infernales. Mire usted cómo ha quedado este pobre pibe”, concluyó el enfermero.
    Un segundo auxiliar sin hacer comentario alguno le colocó un gota a gota, sintonizó luego el monitor con la frecuencia cardiaca del paciente y sin más ambos se marcharon.
    El bip bip del monitor sería mi compañero durante las próximas horas y quién sabe si también durante los próximos días. En aquellos momentos no estaba yo tampoco en condiciones de elegir compañías, en consecuencia, me armé de paciencia y me dispuse a esperar los acontecimientos.
    Al cabo de un rato entró en la sala una señora de unos sesenta y cinco años, de cabellos que alguna vez fueron oscuros y que ahora alternaban entre tonos grises y blancos, anteojos de sol, seguramente para ocultar las huellas de mucho llanto, se acercó al lecho del muchacho, lo besó amorosamente y tomándole las manos comenzó a hablarle:
    “Horacio, soy mamá, ¿me escuchas, Horacio? Abre y cierra los ojos, muévelos a modo de señal de que me escuchas y entiendes, Horacio, por favor”.
    Nada, el joven totalmente inmóvil, ni cerraba los ojos ni los movía ni emitía señal alguna de vida.
    La insistencia materna se tornó obsesiva.
    “Horacio, por favor, una señal, aunque sea mínima de que entiendes y me reconoces, soy tu madre, Horacio”.
    Silencio e inmovilidad. Buscó en su ropa un alfiler y comenzó a tocarlo levemente con aquel objeto para estimular alguna reacción, pero nada. La pobre mujer entonces giraba sobre sí misma para ocultarse de su hijo para que no la viera llorar. Sollozaba amargamente, se reponía y otra vez se volvía hacia él, lo acariciaba nuevamente con toda la ternura que una madre es capaz de ofrecer y repetía incansable lo mismo, como una letanía:
    “Horacio, hijo mío, por favor, dime que me oyes y me entiendes”. Y Horacio, nada de nada.
    Adriana, la doctora, se acercó a la mujer y con vivas muestras de amor y compasión, tomándola por los hombros le dijo:
    “Tranquila mujer, ya le dijo el doctor Ramírez que hay que armarse de mucha paciencia y resignación con Horacio. De momento no la puede oír ni puede hablar, ni moverse. El accidente es muy reciente aún y ha producido un gravísimo traumatismo general y hay que darle tiempo para que reaccione”.
    La doctora se debatía interiormente entre su condición humana y su condición de médico y no encontraba palabras para decirle a aquella madre que su hijo a raíz del accidente estaba cerebralmente muerto, si bien el corazón y las funciones respiratorias seguían activas. Yo sé que es terrible asumir la muerte y más para una madre cuando se trata de su hijo, pero por su propia estabilidad emocional debe de comprender. “Tengamos fe, señora”, mentía la doctora, “seguro que Horacio saldrá adelante”.
    La mujer se abrazó a ella y entre sollozos y ahogos repetía:
    “Mi esposo y yo somos los culpables de lo que le ha pasado. Nunca debimos permitirle que comprara aquella moto”.
    “Tranquilícese, señora”, insistía la doctora, “ahora de nada vale asumir culpas que nadie tiene más que su hijo. Horacio ejercitó su condición de adulto, se compró una moto y de él solamente es la responsabilidad. No se torture y, por favor, no busque pecado donde no lo hay”.
    No había manera de que se calmara, el dolor de aquella mujer era inconsolable.
    Comencé a calcular cuánto podría durar aquel drama a mi lado y el costo que tendría para mi estado el encontrar entre mi piedad y mi problema personal paciencia para soportarlo durante mucho tiempo (no estaba yo allí en aquella sala de terapia intensiva de vacaciones precisamente). En todo caso, si la cosa fuese para largo, podría solicitar que trasladaran mi cama a un lugar más alejado de la de Horacio.
    “Venga conmigo”, dijo la doctora, “vamos a tomar un café y hablemos en la cafetería, aquí hay otros pacientes que pueden sentirse molestos”. Salieron las dos mujeres y entraron dos enfermeros con una silla de ruedas. Desconectaron a Horacio de los monitores y con una facilidad pasmosa, lo levantaron de la cama, lo sentaron en la silla y se lo llevaron.
    “Tomografía computada”, pensé. Durante un rato el dichoso bip del monitor me dejó en paz.
    Media hora más tarde regresaron, lo acostaron nuevamente, lo volvieron a conectar y sin más se retiraron llevándose la silla vacía.
    Al poco regresaron la madre y la doctora hablando en voz baja. La madre de Horacio, destrozada, decía que no podía aceptar que su hijo, que hasta hacía apenas unas horas era una fuente inagotable de vida, ahora fuera un vegetal. En estos casos, el intenso dolor que invade el ánimo y el corazón de los más allegados a las víctimas hace que surjan las más lamentables dudas sobre la existencia de Dios y su justicia.
    Aquella madre volvía una y otra vez al lado de su hijo a rogarle que le diera una señal de vida.
    “No puedo ni quiero creer que has muerto, Horacio, dime que no es cierto, muéstranos a todos que sigues con vida, hijo mío, Horacio mío, no te entregues, lucha, Horacio, enseña que estás vivo”.
    Llegó el doctor Ramírez, médico al parecer responsable del caso, y le dijo a la doctora, “es necesario analizar la sangre de Horacio, en consecuencia le ruego llame al laboratorio para que tomen muestras, por favor”.
    “Enseguida, doctor Ramírez”.
    El doctor se marchó y algo más tarde apareció una enfermera empujando una pequeña mesa provista de ruedas con agujas hipodérmicas, jeringas, algodón, alcohol y demás elementos propios de los especialistas en extracciones sanguíneas. Aquella mujer, con gran pericia, desconectó por un momento el gota a gota, y del mismo catéter extrajo una jeringa de sangre.
    “Doctora”, dijo la enfermera, “observe qué extraño color tiene la sangre de este joven”.
    “Es verdad”, dijo la doctora, “es como si en lugar de roja la sangre pareciera como verdosa, ¿no?”.
    “Sí, es muy extraño. Lo consultaré con el Dr. Ramírez, que tiene a su cargo este caso. De todas maneras lleve la muestra al laboratorio, por favor”.
    La enfermera se retiró con su mesita y las muestras y un poco después entró nuevamente la madre de Horacio.
    “¿Y, doctora, nada?”
    “Nada, ya sabe, es muy duro aceptarlo, pero su hijo está con vida porque respira y su corazón no se ha detenido, pero es una vida vegetativa, es decir, como un vegetal”.
    “Pero aún tiene vida, doctora, y mientras hay vida hay esperanza”.
    La doctora asintió no muy convencida, más por compasión hacia aquella madre desesperada que por creer en esa esperanza. Ella sabía como científico que el de Horacio era un caso perdido y si por un milagro lograra superar ese estado vegetativo, la calidad de vida que tendría probablemente no sería digna de ser vivida.
    Entró en el recinto otra enfermera, esta vez era yo el destinatario de su celo. “Es hora de cenar, amigo, aunque no es gran cosa lo que traigo, un poco de caldo y jugo de frutas. Le caerá muy bien”.
    Discretamente, la enfermera le dio a entender a la madre de Horacio que ya no podía permanecer allí. La mujer se inclinó nuevamente sobre el muchacho, lo besó y le dijo:
    “Hasta mañana, hijo mío, mañana temprano volveré y estoy segura de que me responderás y saldremos adelante”.
    La “suculenta” cena ejerció sobre mí el efecto de un somnífero, pues comencé a sentir que los párpados me pesaban y sin más me quedé profundamente dormido.
    A medianoche, supongo que sería media noche, ya que en aquella sala se pierde completamente la noción del tiempo, me despertó una enfermera para aplicarme mi medicación. Recuerdo que antes de retomar de nuevo al sueño miré hacia la cama de Horacio y en la medio penumbra creí observar algo raro, pero pudo más mi somnolencia que mi curiosidad y sin más me volví a dormir.
    A la mañana siguiente me despertaron un murmullo de voces y un agitado movimiento inusual en el entorno. Al abrir los ojos vi a varios médicos y enfermeros que comentaban cosas en voz baja, todos observando fijamente la cama de Horacio. Mi primer pensamiento fue que el muchacho había fallecido. Incliné mi cabeza para mirarle y vi que su pelo era un conjunto de pequeñas ramas cubiertas de pequeñas hojas que emergían de entre los vendajes y cubrían, además del cuero cabelludo, la frente, las mejillas y el rostro en general. También surgían ramas y hojas de entre los vendajes del cuerpo. Poco a poco Horacio se iba cubriendo de ramas y hojas de un verde pálido.
    Todos estaban atónitos ante la insólita visión de aquel cuerpo, ahora sí, convertido del todo en un vegetal.
    “Es evidente que estamos ante un prodigio”, dijo el doctor Ramírez. “Sea lo que sea, es necesario que el cuerpo de Horacio respire con toda libertad. Quitemos de inmediato los vendajes”. Todos, médicos auxiliares y enfermeros, se abocaron a la tarea. Al quedar el cuerpo liberado de vendajes, las ramas y hojas se hicieron más notables.
    Los médicos no daban crédito a lo que estaba sucediendo y todos trataban de encontrar sin éxito una explicación a semejante fenómeno, fenómeno que seguía produciéndose, pues no cesaban de brotar hojas y pequeñas ramas en todo el cuerpo de Horacio.
    Yo, al margen de mi primer asombro, pensé enseguida qué pasaría cuando llegara la madre del muchacho y viera que su hijo se estaba convirtiendo efectivamente en un ente vegetal. De pronto una enfermera llamó la atención de los médicos, pues de las axilas de Horacio comenzaban a asomar tímidamente unas diminutas flores azuladas. Al mismo tiempo, todos tuvimos la sensación de que el habitual olor a medicinas y desinfectantes, típico del hospital, iba desapareciendo para dar paso a un fresco aroma a bosque y tierra mojada.
    El comentario “soto voce” era la inquietud sobre cómo reaccionaría la madre de Horacio cuando viera lo que estaba sucediendo con su hijo. Lo mejor era prevenirla de antemano para evitarle una emoción de imprevisibles consecuencias. No hubo tiempo de prever nada.
    Súbitamente y venciendo la amable resistencia de un enfermero para impedirle el paso, entró la madre de Horacio. Al hacerlo, aún deslumbrada por la luz de neón de los pasillos, no pudo distinguir enseguida lo que pasaba. Cuando sus ojos se habituaron a la lobreguez de la sala y vio la metamorfosis de Horacio, cayó de rodillas a un costado de la cama, juntó las manos como para rezar y medio sollozando y mirando hacia el cielo raso como si hablara con Dios, dijo:
    “Gracias, Dios mío, por no dejar morir a mi hijo. Tiene tanta vida por dentro que a pesar del accidente le aflora por todos sus poros”.
    En los ojos de los presentes se reflejaba sorpresa y emoción, ambas difíciles de controlar.
    Más tarde fueron llegando especialistas, biólogos, parapsicólogos, y hasta el director del vecino jardín botánico de la ciudad. Todos admiraban el portento, pero nadie se atrevía a emitir una opinión.
    Al día siguiente vinieron a recoger a Horacio para llevarlo a un laboratorio en donde según dijeron estudiarían el fenómeno con mayor minuciosidad. Antes de sacarlo de su cama lo envolvieron como una momia en unos paños húmedos traídos especialmente y se lo llevaron. La madre iba detrás siguiendo el cortejo siempre con las manos unidas en actitud de plegaria. Tan pronto salieron de la sala con el muchacho, se esfumó el aroma a bosque y tierra mojada y volvió el típico olor de siempre a medicinas y desinfectantes del hospital.
    Yo regresé a la soledad de mi problema y todo retomó el ritmo de la normalidad. Me trasladaron a una sala de terapia intermedia y después de un tiempo, ya totalmente restablecido de mis dolencias, me dieron de alta. Me lo anunciaron el día anterior a mi partida y fue precisamente el doctor Ramírez quien lo hizo. Le pregunté por Horacio y me dijo que las investigaciones no habían aportado ninguna luz sobre el caso, que aquello seguía siendo un misterio sin explicación. Horacio había muerto y por expreso deseo de su madre lo habían enterrado en el cementerio de Luján, una población cercana a Buenos Aires, de donde era toda la familia.
    Cierto tiempo después mi buen amigo Don Pedro Maidana, maestro en la crianza de caballos de pura sangre y maestro también en el arte de la hospitalidad, me invitó a pasar un día en su ara “La Maestranza”, a escasos cinco kilómetros del centro de Lujan. Después del almuerzo Don Pedro me pidió que lo acompañara al cementerio a dejar unas flores sobre la tumba de un amigo suyo muy querido del que precisamente aquel día se cumplía un año de su muerte.
    El cementerio de Luján es un típico camposanto de provincia, rodeado de cipreses que compiten en altura con las nubes, donde revolotean bulliciosos multitud de pájaros. Tiene, como cualquier cementerio, todo tipo de sepulturas. Panteones relevantes, cuyos ocupantes a pesar de ya no pertenecer a este mundo siguen marcando diferencias sociales así en la muerte como en la vida. Lápidas de mármol negro con fotografías amarillentas e inscripciones de amor y recuerdo eternos. Otras más sencillas, algunas con apenas una cruz, un nombre y una fecha. Otras con flores ya marchitas que hablaban de recientes visitas. Más de una con flores de tela o plástico resistentes al olvido y a la intemperie.
    Mientras caminábamos con Don Pedro hacia la tumba de su amigo por bien cuidados senderos, entre las sepulturas topamos de frente con una especialmente curiosa ya que de ella emergía un gran jacarandá de tronco robusto y amplia copa repleta de flores azuladas. La tumba de donde surgía aquel gigante vegetal estaba casi totalmente cubierta de aquellas flores que el jacarandá arrojaba desde su copa como hacen siempre aquellos árboles. De esta especie de árbol se dice por aquellas latitudes en donde abunda que es cielo arriba y cielo abajo, por el color de las flores que da y que echa al suelo. Generalmente la sombra del jacarandá es una sombra que desde cierta distancia se ve azulada precisamente por la cantidad de flores que deja caer. Al pie del árbol, una mujer vestida de negro y con el pelo completamente blanco recogía amorosamente las flores que el jacarandá depositaba sobre la sepultura. Reconocí a la madre de Horacio. Me acerqué, le dije quién era, y ella emocionada me abrazó, se preocupó por mi salud y enseguida comentó:
    “Ya ve, amigo mío, aquí está mi hijo, y como puede comprobar sigue vivo, pues todos los días desde su cielo me envía flores que yo a diario recojo, las llevo a mi casa y las pongo al pie de su retrato. Además me da tantas, que me alcanzan para llenar todos los floreros que tengo, que son muchos, y no vea cómo aroman todas las estancias”.
    Nos despedimos de la mujer y seguimos nuestro camino, mientras Horacio continuaba echando flores para su madre desde su cielo de arriba.
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