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MALENA CANTA EL TANGO
    “Malena canta el tango con voz de sombra”. H .Manzi.

    En 1952, con mis doce años recién cumplidos y la escuela primaria en el bolsillo, mis padres consiguieron inscribirme en el colegio secundario Manuel Ignacio Molina de San Rafael, primorosa ciudad del sur de la provincia de Mendoza, con la cordillera de los Andes como vecina azul y perpetua panorámica, telón de fondo para un mar verde de generosos viñedos, paisaje salpicado aquí y allá con filas de álamos enhiestos que parecen centinelas celosos de los racimos rechonchos de sol y de mosto, antecedente del canto, convocatoria primera de la tonada y los amigos. San Rafael, ciudad muchacha sin apuros, ciudad de patios familiares emparrados, auténticos templos estivales de la guitarra y la bohemia. Allí fui a dar con mis huesos y mis urgencias con todo yo por estrenar todavía. Como es natural, desde el primer día de mi llegada comencé a sofocar los asombros. Para un pueblerino como yo, todo me era nuevo, el cielo, la ciudad, la gente, la calle, mis zapatos y, naturalmente, mis expectativas inmediatas, es decir, los inminentes aconteceres que tendría en ese misterioso lugar que era el colegio. A medida que se van apagando los asombros se va encendiendo el canto como si se tratara de dejar constancia de aquellos. Uno empieza contando pequeñas cosas de su vida y el camino en adelante se vuelve un andar narrándose sin tregua. En los nuevos amigos encuentra cómplices para las trasnochadas y las emociones, calor de amor entero sin dobleces y a todo y a todos la memoria y el alma les van dando su nombre y su lugar. En estos asuntos primeros se gasta el tiempo aceleradamente, tanto que de repente constata uno que se han pasado ya los tres primeros meses de haber cambiado de vivienda y entorno, la nostalgia del pueblo ya lejano ha cedido su lugar a la rutina escolar y ciudadana y ya uno se va reconociendo en cada clase de no importa qué materia, en cada acera que camina, en cada árbol y naturalmente en cada nuevo sentimiento de amistad que busca abrigo y que al encontrar un corazón vacante, sencillamente lo habita. A esa edad el corazón no tiene medida, pues en su interior se va atesorando todo y curiosamente cuando más pleno se encuentra, se entrega con mayor facilidad a la mínima inquietud y al primer sueño que llega por peregrino que sea. La imaginación juvenil por ser nueva es infinita, e infinitamente dadivosa, especialmente cuando se trata de regalar solidaridades y motes. Por mi estatura (un metro con noventa centímetros) y mi corpulencia físicas alguien me bautizó como el Chiquito García y desde entonces hasta hoy, a pesar de haber pasado casi cincuenta años, en aquella región del mundo la mayoría de las personas que me conocen me siguen llamando así.
    Tía Leonor, hermana de mi padre y su esposo Isidoro, conformaban un matrimonio muy bien avenido, armónico y sin hijos. Ellos fueron los depositarios familiares de esta “joya” que había llegado del pueblo. En la enorme ternura de ambos y en el celo con que asumieron el encargo de mis padres, me sentí arropado y seguro. Desde el primer día de convivencia se estableció entre los tres, mis tíos y yo, un clima de confianza y simpatías mutuas que iba a durar sin fisuras los cinco maravillosos años que permanecí con ellos en San Rafael. Tío Isidoro era un socialista a la vieja usanza, admirador y consecuente con las ideas y actitudes de aquel luchador incansable y ejemplar que fue Don Alfredo Palacios. Yo, mocoso imberbe, me asomaba a las ideas políticas maravillado por el mitin encendido de entrecasa que Tío Isidoro me ofrecía con frecuencia a la hora de la sobremesa.
    El veintiuno de septiembre se celebra en Argentina el día de los estudiantes al tiempo de celebrar la llegada oficial de la primavera. El veintiuno de septiembre obtuve mi primer permiso para salir de noche y asistir a un baile. Aquel permiso se convirtió en una pequeña tragedia. Un par de socios casuales, compañeros de colegio y de ínfulas, se agenciaron de una botella de anís dulce, ignoro de qué modo, aunque seguro que no de manera lícita, y al transcurrir de la noche fue pasando del paladar al estómago y de allí directamente a la cabeza. A la hora pactada al solicitar y obtener el permiso, es decir, a la una de la mañana, regresé a casa y me acosté. Primero la cama, después la casa, luego la ciudad y finalmente el país entero comenzó a girar vertiginosamente hasta derivar en vómitos ruidosamente incontrolados. La habitación se pobló de un fuerte olor a anís que denunciaba el pecado. Mis tíos acudieron al sonido de mi descompostura y me atendieron solícitos. Por supuesto las cuestiones éticas quedaron pendientes hasta el día siguiente.
    -“Así pagas mi confianza, llegando borracho de tu primera salida nocturna”.
    Durante varios días me vi sometido al castigo de la indiferencia. Después, poco a poco, la travesura, como el intenso dolor de cabeza, se fueron diluyendo y todo volvió a la normalidad. Éste fue el único incidente que tuve con mis tíos y me dejó una experiencia que aún me avergüenza. No por la borrachera en sí, sino por haber deshonrado la confianza de aquellos seres maravillosos. Por supuesto que desde entonces hasta el día de hoy, no he podido volver a beber una gota de anís sin que regrese aquel recuerdo y una cierta sensación de náuseas. A escasos cincuenta metros de la casa de mis tíos sobre la avenida San Martín, existía una pastelería confitería, llamada París. Sus dueños, Baldomero y Antonio Tapia, eran miembros de una numerosa familia de buenos músicos y cantores. En el interior de la confitería, después de atravesar la zona de venta al público, había un salón con unas cuantas mesas adonde la gente acudía a tomar el té por las tardes. Contra una de las paredes había un piano vertical al que ya se le notaban los años y las muchas batallas musicales en las que había participado. Al tiempo que asistía al colegio por las mañanas, por las tardes acudía a una academia de música que dirigía un viejo profesor de origen probablemente austríaco cuyo apellido era Wermuth. Mi familia consideró que era una pena abandonar los estudios de piano que había iniciado con entusiasmo y buenos resultados en mi pueblo cuando apenas había cumplido los seis años. Como en la academia no se me permitía tocar nada “de oído” ni nada que no estuviera en los severos libros de estudios, el desvencijado piano de La París pronto fue el desfogador de mis vehemencias romántico juveniles. Por las tardes, cuando no había clases de gimnasia o de música, con la excusa de tomar un helado algunos compañeros de estudios me rodeaban y yo les interpretaba cantando y acompañándome al piano las canciones en boga de la época. Poco a poco me fui convirtiendo en protagonista de las tardes de La París, ya no sólo para mis compañeros de curso, también para la clientela habitual del té con “masitas”. Revisando en mi memoria aquellos momentos de mi vida, tiempo en que el entusiasmo se sobreponía con generosidad a la perfección musical, es decir, cuando en cada nota y en cada frase se notaba más el corazón que la sapiencia, no dejo de sentir una cierta nostalgiosa melancolía. Tiempo pasional de descubrir el valor sublime de la música y la poesía en su estado más puro.
    Todo esto sucedía a finales de los años cincuenta. De pronto irrumpió en nuestras vidas el conjunto Los Chalchaleros, que eran como una ráfaga de aire fresco que llegaba del norte. Las grabaciones se difundían por la propaladora municipal que tenía altavoces ubicados en la plaza San Martín. Aquel repertorio de poesía cantada, “La nochera”, “Campanitas”, “Lloraré”, pasaron a engrosar mi catálogo particular en las tardes de La París. Me deleitaba cantando las magistrales palabras de Jaime Dávalos, musicalizadas por Ernesto Cabeza o Eduardo Falú. Los Chalchaleros revolucionaron de forma espectacular la música folklórica argentina. Con su manera peculiar de cantar, revalorizaron autores como Yupanqui, Falú, Leguizamón, Castilla y sobre todos a un Jaime Dávalos pletórico que nos conmovía hasta los tuétanos con aquello que decía “y hacen harina la luz del cielo con el silencio de las violetas”. Muchas obras de estos autores, salvo específicas excepciones, hasta entonces habían pasado desapercibidas para el gran público. Es más, Los Chalchaleros rescataron la conciencia nacional con respecto a la música y los valores autóctonos. Históricamente se puede hablar sin lugar a dudas del folklore argentino hasta Los Chalchaleros y del folklore a partir de Los Chalchaleros. Ellos despertaron en nosotros, los jóvenes, la necesidad de cantarle a la tierra, y el canto fue como una avalancha nacionalista. En todas partes se formaban conjuntos que intentaban emularlos. Surgieron nuevos compositores y poetas. Músicos jóvenes cargados de nuevas ideas pusieron su talento al servicio de nuevas propuestas musicales basadas en el folklore, Waldo de los Ríos, Ariel Ramírez, Cesar Isella, Mercedes Sosa. Desde la óptica de la poesía, poetas como Armando Tejada Gómez o Ariel Petrocheli y el mismo Jaime Dávalos dirigían su inspiración hacia la “Pacha mama" (madre tierra) escribiendo canciones maravillosas con aire folklórico.
    A medida que iba avanzando mi tiempo en el colegio, me fui volviendo más selectivo con los compañeros y comencé a distinguir entre los que podía considerar amigos y los que no pasaban de ser simples compañeros de estudios. Con Cacho Ritrovato y Héctor “el Tano” Zingaretti conformamos un trío inseparable. Amigos a corazón abierto. Los afectos que uno gana a esa edad se quedan amarrados en el alma para toda la vida. El seis de enero del año 1996, al volver a casa después de un exitoso estreno en Madrid, sobre mi almohada me esperaba un fax que decía: “Tu amigo el Tano acaba de ingresar en tu Almacén de Almas como residente definitivo”. El fax lo firmaban Natalia y Pablo, sus hijos, y Silvia, su esposa. Me harté de llorar a solas para acompañarle en su viaje final hacia las estrellas. Con él se iba una importante parte de mi vida. Quizás la más lejana en el tiempo, pero también la más auténtica.
    De La París salté a LV4 Radio San Rafael de San Rafael, Mendoza, como se anunciaba. Me dieron un espacio semanal donde debía cantar durante media hora todo tipo de canciones, boleros, tangos, o las mencionadas de corte folklórico. Yo mismo me acompañaba al piano o a la guitarra. Este espacio radial era bastante escuchado y me proporcionó una inusitada popularidad. En 1957 y en la confitería París, se organizó el conjunto vocal Los Andariegos, hermoso nombre para un grupo de cantores de canciones populares. Lo integraban Pedro Cladera, Abel González “Gonzalito”, Rafael Tapia, Cacho Ritrovato, Juan Carlos Rodríguez, y un muchacho del que ignoro su nombre de pila, pero que todos conocíamos como el “Rubio” Giménez. Desde el comienzo de su andadura supimos que estábamos ante un grupo de excepcional calidad artística. Cantaban con buen gusto, justeza y elegancia, y eran diferentes a todos los conjuntos que habían proliferado tras el advenimiento y enorme éxito de Los Chalchaleros. No pasó mucho tiempo antes de que fueran invitados a viajar a Buenos Aires para realizar las primeras grabaciones y las primeras actuaciones de relieve nacional en emisoras radiofónicas de postín. Cuando regresaron a San Rafael, los recibimos como triunfadores, en olor de multitud. Con el nacimiento de Los Andariegos, quedaron vacantes los puestos de cantores en las orquestas locales. Pedro Cladera abandonó la orquesta de los hermanos Arnedillo. Por otro lado Rafael Tapia y Juan Carlos Rodríguez la típica de Ricardo Ortiz y la característica Arizona. Tito Alba, locutor de LV4 Radio San Rafael de San Rafael, Mendoza, y también presentador y baterista de la Arizona, me invitó a ocupar una de las vacantes. La otra fue para Enrique Llambí, un joven actor de radio novelas que procedente de la Capital Federal había recalado en San Rafael. Consultados mis tíos y tutores llegamos al acuerdo de aceptar, puesto que sólo se actuaba los fines de semana en bailes de la ciudad y alrededores. Además me pagarían, y ese dinero me serviría para mejorar mi situación de estudiante de bolsillos secos. Mi primer sueldo fue un acontecimiento y como tal lo metí íntegro en un sobre y lo guardé celosamente para dárselo a mi madre, más como simbolismo sentimental que por necesidad o cualquier otra connotación dramática. Los integrantes de la orquesta típica de Ricardo Ortiz eran personas magníficas. Cada músico desempeñaba doble función instrumental, es decir, con Ortiz se tocaban tangos, milongas y otras músicas ciudadanas, y con la Arizona, música tropical y americana. Los únicos que tocaban un solo instrumento eran Ricardo Ortiz, bandoneón, y Luis Pasquier, director y acordeón. Con Enrique Llambí nació una amistad entrañable que aún nos alegra el alma cuando se da la suerte de los encuentros.
    San Rafael es el punto de partida de mi vocación de cantor. Allí se fraguaron mis cualidades y se echaron a volar mis sueños más intensos. Allí viví mi primer amor con la complicidad de una inocencia que aún conservo en algún rincón de mi alma. Allí escribí mis primeros versos y desperté de la ensoñación de la niñez cuando mi adolescencia se la llevó por delante. Allí realmente empezó la instrucción intelectual y sensitiva para mi vida futura. Allí bebí por primera vez en la fuente del amor y sus delicias. Por todo lo que aquí se narra, San Rafael fue como un sueño maravilloso del que no me hubiera gustado despertar, pero la vida pasa y no se detiene a nuestro gusto salvo cuando nos estacionamos en el tiempo y permitimos que éste nos deteriore al mismo ritmo que a las cosas. Fui ave de paso en San Rafael y como tal seguí mi vuelo cuando terminaron mis estudios. La universidad me esperaba en Buenos Aires. La excitación por mi nuevo destino hizo más fácil las despedidas. Mis últimas vacaciones de estudiante secundario las pasé en Rancul, el pueblo de mi infancia, mi casa, y al terminar, los abrazos en los andenes de la estación y un volar de pañuelos blancos se fueron haciendo pequeños al tiempo que el tren se alejaba inaugurando otra etapa de mi vida y de mi nostalgia.
    En la calle Libertad 281, 2º piso sin ascensor, había una pensión cuyos propietarios eran una pareja ya muy mayor de alemanes. Guillermo, que convalecía de una embolia cerebral, y Teresa, que era quien regentaba con firmeza la pensión, sobre todo a la hora de regatear la comida y de cobrar la renta. Completaba la familia de propietarios un gato atigrado, policía secreta de las habitaciones, como dice Neruda, que inspeccionaba todo y para que se notara su sigiloso paso meaba sistemáticamente los zapatos que los huéspedes por razones higiénicas dejábamos en el pasillo, fuera de la habitación, durante la noche. Ni bien llegado a la capital ingresé en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la ciudad de Buenos Aires con la peregrina intención de llegar a ser abogado. Digo peregrina porque me seguía tirando la música y el canto. Descubrí un piano magnífico en el aula magna de la Facultad, y a partir de entonces gastaba más tiempo en él que en la biblioteca estudiando libros de derecho.
    La noche de Buenos Aires a finales de los cincuenta era sencillamente una fascinación. Espectáculos de todo tipo y a toda hora a cual más atractivo, música en vivo con las orquestas más populares en todas las confiterías, la Richmond de Suipacha, la Richmond de Esmeralda, la Ideal, los cabarets Tabarís, Marabú, Pigalle, exponían atracciones fabulosas de Europa o Estados Unidos y los teatros de revistas como El Nacional, el Maipo en donde de pronto aterrizaba el fabuloso Lido de París porque en aquella época Buenos Aires era una etapa fija, es decir, cuando en París se montaba un espectáculo en el Lido, en el Moulin Rouge o en el Follies Bergeres, los responsables lo hacían para estrenar en París, luego trasladar la compañía completa a Buenos Aires y terminar el ciclo en Las Vegas. El escenario del Colón era pisado por los más laureados concertistas y estrellas del ballet y la ópera. En los teatros dramáticos se representaban las mejores obras interpretadas por los mejores artistas. Existía un sinfín de salas adonde ir a bailar el tango con orquestas famosas que tocaban exclusivamente para eso. La calle Corrientes era un río de luz que corría inagotable hasta apagarse en el río. Multitudes de paseantes y curiosos poblaban las aceras adosadas por escaparates mágicos en donde se exhibía de todo. Por Lavalle las fabulosas y múltiples salas cinematográficas se abarrotaban de personas ávidas de estar al día con las últimas producciones de Hollywood, de París, Roma o Londres. La calle Florida, peatonal desde la plaza San Martín hasta la calle Rivadavia, es decir, unas diez cuadras, era el paseo que conducía de Buenos Aires al cielo por la magnificencia de sus comercios, Harrods, Gath y Chaves, boutiques de todo tipo y de las más famosas firmas del mundo. Era fácil encontrarse frente al diario La Nación leyendo las últimas noticias expuestas en las ventanas del edificio a Jorge Luis Borges o a Mújica Láinez o a Silvina Ocampo esgrimiendo la búsqueda de noticias como excusa para la caminata y el encuentro. Por supuesto me dejé fascinar por la noche porteña y poco a poco me fui comprometiendo con ella. Una tarde acompañé a unos amigos de Rancul, el Cacho Garrido y el Canaleta De Miguel a escuchar a Julio Sosa, que era vocalista de la orquesta típica de Armando Pontier y que actuaba en la confitería Richmond de Esmeralda. El programa era alternativo, pues al terminar los tangos de Sosa y Pontier, ocupaba el escenario un personaje muy peculiar que tocaba la trompeta, cantaba y animaba a la gente acompañado por un grupo pequeño de músicos y que se llamaba Mario Cardy y se hacía anunciar como “El Jazzman de la simpatía”. Era realmente simpático y atrapaba a la audiencia con jovialidad y entretenimientos, como el de invitar a quien quisiera subir a cantar con su orquesta. Naturalmente mis amigos me animaron y ya en el escenario pedí que me acompañaran un bolero. No recuerdo con exactitud si fue “Perfidia” o “Sabor a mi”. No lo debí haber hecho del todo mal, porque el numeroso público premió mi actuación con una cerrada ovación. Al descender del estrado Mario Cardy me invitó a que me integrase a su grupo para actuar con anuncios incluidos todos los días a la hora del té, me ofreció una pequeña remuneración económica, que para empezar no me pareció mal, y acepté con la condición de preservar mi libertad de acción, pues mi tiempo dependía de las clases en la universidad. De cualquier forma, a partir del día siguiente comencé a actuar como “crooner” de la orquesta de Mario Cardy en la Richmond de Esmeralda y en otro salón de té que había a la vuelta sobre la calle Lavalle y que se llamaba “Kopere Ketel”. Desde mi debut el público fue siempre de señoras maduras que seguramente soñaban con tener entre sus brazos amantes a aquel joven veinteañero de un metro noventa de estatura que además cantaba sensuales melodías llenas de sugestivas provocaciones amorosas. Cardy y la Richmond se convirtieron en una especie de comodín para mí. Cuando andaba sin dinero y con tiempo de sobra iba, cantaba, cobraba, y hasta la próxima necesidad. Tío David era un hermano de mi abuelo paterno y también algo así como un patriarca familiar. Fue mi tutor y como tal, velando por mi “salud social”, es decir, con el fin de alejarme de esa “vagabundia” de andar cantando por ahí, consiguió un trabajo “fijo” para mí como funcionario en una siniestra oficina de estadísticas ubicada en Dársena Norte. Allí llegaban y salían los barcos de pasajeros de y al mundo entero. Yo los veía llegar y partir desde una ventana y me iba con ellos. Me imaginaba en cubierta saludando a los amigos y familiares iniciando el viaje de mi vida. Las malditas estadísticas me devolvían a la sórdida realidad de estar haciendo lo que no me gustaba en absoluto con tal de complacer a la familia. Nunca entendí ese afán que tienen algunas familias de sistematizar a los hijos. Tanto la madre como el padre sueñan como felicidad total y final para ellos con un buen puesto de funcionario en un banco o en alguna oficina estatal, y después, una vez conseguida semejante meta, una buena boda, enseguida unos cuantos niños y ya está. Seguramente debe ser porque pretenden la seguridad de una estabilidad a costa del sacrificio de los sueños más elevados. Alguna vez escuché a alguien decir que “el pan que lleva a su casa quien tiene que trabajar en lo que no ama, es siempre un pan amargo”. Me costó bastante convencer a tío David de que aquel no era mi destino, pero cuando lo logré llegué a la oficina eufórico y mandé al mequetrefe de mi jefe a hacer puñetas, seguro del aplauso unánime pero mudo de mis compañeros que jamás se animarían a comportarse de esa manera, aunque lo deseasen de todo corazón. Mi salto fue espectacular, pues fue desde aquella aburrida oficina a la noche de Buenos Aires. El pianista que tocaba en la orquesta de Cardy era Willy Rubio y se convirtió en un gran amigo, tanto que se vino a vivir conmigo a la pensión de Libertad 281. Con él hemos pasado momentos inolvidables en aquellos años y también mucho después, cuando se convirtió en mi pianista y caminó a mi lado en otras épocas luminosas de mi vida. De ellas prometo hablar en otros futuros escritos, lo cual no deja de ser de alguna manera una amenaza para la paciencia de mis posibles lectores. Al poco tiempo, mi compañero de colegio en San Rafael, Cacho Ritrovato, integrante del conjunto Los Andariegos, se vino también a vivir con nosotros y ya fuimos tribu, lo que nos dio cierta fuerza a la hora de exigir a doña Teresa alguna mejora en la comida. Por las noches, con la guitarra a cuestas, pedía permiso en los bares americanos para cantar amenizando la astucia de las chicas en sacarle tragos caros a los asistentes. Cantaba de bar en bar y me hacía con bastante dinero proveniente de las propinas que las chicas conseguían para mí. “¡No seas avaro y dale un billete al chico que nos ha cantado tan bien!”, decían. Una noche me arrimé a un local que se llamaba Mónaco y que estaba en la calle Paraná entre Corrientes y Sarmiento. Pedí permiso para cantar y me lo dieron. Era un local con pista de baile y allí en plena pista me dispuse a cantar. Había una sola mesa ocupada por unas seis u ocho personas. En una de las cabeceras, precisamente en la que daba a la pista estaba sentada una mujer, digamos, madura. Cuando los ocupantes de la mesa advirtieron mi presencia, me pidieron que cantara un tango. Yo ni corto ni perezoso arranqué con aquello que dice “Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón”. Me encantaba interpretar aquella pieza y lo hacía con toda el alma, porque la poesía de Homero Manzi y la música de Lucio Demare me emocionaban y lo siguen haciendo. A medida que avanzaba mi interpretación, comencé a notar una cierta inquietud en la dama madura que ocupaba la cabecera. Poco después, cuando el tango iba por la mitad, aquella mujer rompió en sollozos incontrolables. Yo no sabía qué hacer, si interrumpir la interpretación o seguir con ella. Decidí en un instante morir peleando y seguí. Al terminar me aplaudieron y yo me acerqué a aquella mujer con la intención de disculparme por si hubiera hecho algo inconveniente y ella, apagando el último sollozo, me dijo: “Perdoná, pibe, pero me emocioné al escuchar a una voz tan joven cantar este tango, porque yo soy Malena”. Me quedé atónito ante aquella confesión. No sabía qué decir ni qué hacer, entonces ella al ver mi turbación me dijo: “Vos cantás muy bien y tenés un gran futuro, ¿por qué no lo empezás mañana cantando en el show que yo presento en un cabaret del bajo?”. Le dije que sí, me indicó la dirección y la hora y así quedamos comprometidos para el día siguiente, es decir, el día que empezaría mi futuro según Malena. Salí del Mónaco con un sentimiento ambiguo. Por un lado la emoción de haber conocido un mito como Malena, y por otro la sensación de haber sido engañado en mi inocencia. Sin pérdida de tiempo me dirigí a la Avenida Córdoba, a un bar que se llamaba Le Mans, en donde tocaba el piano todas las noches Lucio Demare, autor de la música del dichoso tango. Lo encontré en la acera tomando un poco de aire fresco y fumando un cigarrillo, el maestro estaba en un descanso. Venciendo mi timidez le saludé y me presenté como un cantor sin nombre de la noche porteña. A continuación le conté lo que acababa de pasarme en el bar Mónaco y mis dudas al respecto. Le describí a la mujer como una señora de mediana estatura, rubia, cercana a los cincuenta años y con un voz más bien ronca, o mejor dicha oscura, como dice el tango. Le dije que presentaba un show en un cabaret del bajo cuyo nombre se escapa obstinadamente a mi memoria y esperé el veredicto.
    “Es ella”, dijo el maestro, “ella es Malena”.
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