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LLUVIA DE ESTRELLAS. Primera Parte
    Probablemente la copiosa comida y ese par de inusuales copas de vino que bebió en el transcurso de la misma, más la comodidad del sillón en la sala de maquillaje hicieron que Pepín Domínguez se quedara completamente dormido durante el tiempo que duró la tarea de su transformación de ser Pepín Domínguez, nacido en Carabanchel Alto, a ser nada menos que el célebre cantante mexicano Luis Miguel.
    Una suave sacudida en su brazo izquierdo le despertó y al mirarse en el espejo no podía creer lo que veía. “Es perfecto”, se dijo. Su pelo castaño oscuro se había convertido en el de un rubio americano al puro estilo James Dean. Su cara maquillada con esos trucos que sólo conocen las profesionales de la televisión y naturalmente su joven figura completaban el milagro. Mientras no salía de su asombro frente al espejo entró a la sala de maquillaje. Bertín Osborne, presentador de “Lluvia de estrellas”, venía a que le retocaran un poco el suyo. Se quedó mirando a Pepín y dijo: “chico, si no supiera quién eres, no dudaría en pedirte un autógrafo porque eres Luis Miguel en persona”. “Si cuando te llegue el turno”, -añadió- “cantas tan bien como él y como lo has hecho en las eliminatorias, doy por seguro que ganarás el concurso”. “¿Usted cree?”, se atrevió a musitar Pepín. “Estoy convencido”, dijo Osborne, “tu figura es perfecta y cantas como Dios, es decir, como Luis Miguel, o mejor quizás”. Cuando el presentador se hubo retirado, a Pepín le quedaron temblando las piernas de la emoción por aquella breve charla circunstancial y aquellos halagos. Su ilusión era inmensa y se había preparado a conciencia para la ocasión y las cosas no podían empezar mejor.
    “Estamos a cinco minutos de comenzar”, dijo el coordinador y jefe de piso. “Por favor, todos al plató, concursantes y miembros del jurado todos a sus puestos, por favor” -insistió el hombre-, “vamos a empezar”.
    “Adentro cabecera” -dijo el coordinador-. Y enseguida comenzó a sonar la ya familiar obertura musical de “Lluvia de estrellas” y el público que colmaba la amplia sala arrancó a aplaudir cuando Bertín Osborne se plantó en mitad del escenario y saludó a presentes y televidentes. Entre cajas la actividad era frenética. Cada concursante frente a su espejo, -cada cual tenía el suyo-, trataba de fijar los últimos gestos y actitudes de los artistas que debían imitar.
    El concurso había nacido con la intención de descubrir nuevas voces para la canción popular, y tenía el atractivo truco de exigir que cada cantante tratara de hacerlo a la manera de grandes figuras de la música. Durante las múltiples eliminatorias también transmitidas en directo se habían presentado concursantes para todos los gustos. Los había que cantaban emulando a Raphael, a Julio Iglesias, a Niña Pastori, a Serrat, a Cortez y algunos a grandes clásicos americanos, Louis Amstrong, Sinatra, Lisa Minelli, Presley, etcétera. Es norma del concurso que Bertín, previa a la presentación de tal o cual concursante, busque entre el público asistente a algún familiar, sea padre, madre, hermano o simplemente un amigo del protagonista, tome asiento a su lado y hablen de él, al tiempo que pasan algunas imágenes grabadas en su casa o en su trabajo, mostrando sus costumbres y aficiones con el fin de conocer un poco mejor al protagonista y que los espectadores se familiaricen con él.
    Comenzó el concurso y fueron pasando por el escenario al ritmo de esta rutina los primeros seis participantes. A Pepín le tocaría en séptimo lugar. Osborne bajó al patio de butacas y se sentó al lado de Juani, la hermana mayor de Pepín, una hermosa mujer que rondaba los treinta años, atractiva, de finos modales y muy simpática. Charlaron distendidamente y Juani habló con entusiasmo de su hermano, de su enorme afición por la música desde que era muy pequeño, que lo mantenía pegado a la radio y se sabía todas las canciones de moda, pero su vida dio un vuelco espectacular cuando escuchó por primera vez el disco “Romances” de Luis Miguel, y tanto le impactó que hizo de aquel artista su ídolo. Llenó las paredes de su cuarto con fotos y “posters” del astro mexicano, compró todos los discos y videos que encontró y no dejaba pasar ninguna información que apareciera publicada en cualquier medio gráfico sin sencillamente devorarla.
    Como desde niño tuvo muy buena voz se abocó a cantar todas las canciones de Luis Miguel tratando de hacerlo de la manera más parecida posible a su ídolo. A veces, si no fuera por el acompañamiento, era difícil determinar quién era quién. Mientras desarrollaban la charla iban pasando imágenes de Pepín en su barrio, en el bar de Manolo en la esquina de su casa, en su trabajo en las oficinas de la sucursal del Banco de Santander, con algunos amigos, etcétera.
    Bertín dio por terminada la charla con Juanita y de regreso al estrado se dispuso a cumplir con su trabajo. “Señoras y señores, nuestro siguiente invitado viene de Carabanchel Alto y su nombre es Pepín Domínguez”. Pepín respiró hondo, se persignó y con paso firme ingresó al escenario dirigiéndose hacia donde aguardaba el presentador. La gente, especialmente sus amigos y familiares que asistían a la gala, le ovacionaron larga y ruidosamente.
    Conversó brevemente con Bertín y éste finalmente dijo: “Pepín Domínguez viene de Carabanchel Alto y hoy será Luis Miguel”.
    Pepín giró sobre sí mismo y se introdujo por una puerta a sus espaldas. Un instante después reapareció en medio de una nube de humo convertido en Luis Miguel. Los aplausos respondieron al asombro por el parecido y de inmediato comenzó a sonar la orquesta. Pepín, mostrando una gran soltura, atacó cantando: “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse...”. Dominaba tanto la escena que la gente llegó a creer que realmente quien allí estaba cantando era el propio Luis Miguel en persona. Al finalizar, el público puesto en pie estalló en aplausos y vivas al cantante otorgando un veredicto adelantado al del jurado. Pepín agradecía todo aquel entusiasmo juntando sus manos y haciendo gestos como de querer abrazar a todos. Bertín se adelantó a felicitarle, le estrechó la mano y en voz baja le dijo “Macho, has estado genial”. Le acompañó luego a saludar al jurado cuyos miembros no escatimaron halagos para el joven, y finalmente abandonó el escenario entre aplausos. Una vez detrás sus compañeros y competidores le felicitaban dando por sentado que el concurso ya tenía un ganador. No obstante Pepín se metió en su camerino y allí a solas consigo mismo dio rienda suelta a su emoción y sintió deseos de llorar de alegría y así lo hizo.
    Los nervios afloraban con más vehemencia entre participantes y público a medida que el certamen se acercaba a su fin.
    Al terminar su actuación el último concursante le llegó el momento al jurado. Aprovechando una interrupción para la publicidad, sus miembros se retiraron a deliberar. El nivel de calidad de todos los contendientes había sido muy elevado y no sería fácil reconocer un justo ganador absoluto.
    Pepín, como todos, se comía las uñas de los nervios, aunque en su fuero interno estaba seguro de que lo proclamarían ganador. Por fin el portavoz del jurado leyó el acta con los resultados obtenidos y Pepín fue declarado ganador absoluto por unanimidad. La alegría estalló en el recinto, tanto en el sector del público como entre cajas. Pepín vio cómo sus compañeros y competidores se abalanzaban hacia él para abrazarle y felicitarle y le resultó difícil contener la emoción, que llegó a su zenit cuando Bertín Osborne, con la gravedad que el momento requería, proclamó oficialmente ante el delirio de la gente: “Señoras y señores, el ganador absoluto de ‘Lluvia de estrellas’ de esta temporada es Pepín Domínguez, de Carabanchel Alto, que interpretó a Luis Miguel”. El público puesto en pie saludaba eufórico la decisión del jurado. Pepín subió al estrado al tiempo que sonaban los primeros compases de “Inolvidable”, recibió un abrazo de Bertín y el micrófono justo a tiempo para empezar a cantar: “En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse...”. Difícilmente “olvidaría” Pepín mientras durara su vida ese momento supremo de gloria. La gente interrumpía con aplausos y bravos constantemente su interpretación, y al final algunas jovencitas invadieron el escenario mientras nuevamente el público puesto en pie saludaba a Pepín y su triunfo.
    Finalmente el público fue abandonando el plató y sólo quedaron algunos técnicos recogiendo material y el halo de fiesta se apagó del todo. En su camerino Pepín recibía las felicitaciones de todos y hasta allí llegó su hermana Juani, “está más linda que nunca”, pensó Pepín, que colgada de su cuello lo besaba entusiasmada como queriendo retener en cada beso la euforia vivida. Bertín Osborne y el director general de la emisora, encabezando una pequeña delegación con los directores de cámaras y de piso, se acercaron a felicitarle, augurándole todos un seguro éxito futuro en su vida.
    Poco a poco las cosas se fueron normalizando, es decir, el público se retiró y el plató ya vacío se fue poblando de técnicos ocupados en recoger material, y otra vez Pepín se vio sentado en el sillón de la maquilladora, que sin demasiado esfuerzo lo transformó de nuevo en Pepín Domínguez. La imagen de Luis Miguel quedó grabada solamente en la memoria de Pepín en su último vistazo al espejo y en la de la maquilladora, quien lamentaba tener que deshacer tan buen trabajo de caracterización. Pepín guardó su ropa en la maleta y se dirigió hacia el estacionamiento. A medida que avanzaba por los pasillos de la estación sentía la sensación de ir alejándose de algo que ya le resultaba familiar: no en vano había recorrido aquellos pasillos muchas veces de entrada y de salida durante las últimas semanas. Ahora era como si transitara por un sueño y se fuera despidiendo de las cosas y de la gente de seguridad y de recepción del edificio. Al salir, el aire fresco de la noche le devolvió a la realidad y camino de su coche se volvió un par de veces a ver el gran cartel luminoso que rezaba “Antena 3 Televisión”.
    Cuando llegó a su coche pensó: “ojalá que pronto pueda cambiarlo por uno mejor”, pero de momento dijo hablándole al vehículo como a un querido amigo: “hoy, viejo, te toca hacer de limosina para llevar a la gran estrella a casa, o sea que espabila y vámonos”. Puso el automóvil en marcha y se integró al tránsito, por cierto escaso a esa hora de la noche. A poco de salir de Antena 3 se topó con el primer semáforo en rojo. Se detuvo e instintivamente miró a un costado y se asombró de que el conductor del vehículo adyacente no le hubiera reconocido al verle. Siguió su camino. Por la M-40 había poca circulación y en un plis plas llegó a la salida 28 y enfiló hacia su casa. Al llegar a su calle comprobó que en el bar de Manolo aún había parroquianos sentados en la acera disfrutando de la del estribo y de la buena temperatura estival. Cuando reconocieron su coche armaron un pequeño alboroto para festejarle y Pepín se dijo, “éstos sí me reconocen y siempre me reconocerán porque son amiguetes”. El propio Manolo se acercó al vehículo y le felicitó efusivamente. Pepín estacionó el coche y subió las escaleras de tres en tres hasta el segundo piso. Cuando iba a introducir la llave en la puerta, ésta se abrió y Pepín se vio de pronto inmerso en la algarabía que habían organizado sus padres para recibir al hijo triunfador. Y todos fueron besos y abrazos y felicitaciones. Su padre destapó una botella de champán y el estruendo del descorche provocó otro de alegría. Todos brindaron por el éxito, asegurando que Pepín era sin duda alguna el mejor cantante de España. Su hermana Juani le abrazaba y le besaba con una euforia desacostumbrada en ella, arrimándole el cuerpo de tal manera que a Pepín se le ocurrió exagerada y algo descarada y no desprovista de cierta lascivia, pero aguantó el chubasco y no dijo nada. Por su pensamiento pasó como una ráfaga “El pecado de los dioses”, la novela de Jaime Campmany que acababa de leer, pero un tanto avergonzado borró de inmediato esa idea de su mente, aunque no pudo evitar una breve reflexión instantánea de cómo un cantante de corte romántico podía provocar con su canto un incremento tan notable de la temperatura libidinosa de mujeres de cualquier edad y condición. Después de un rato se despidió de todos y se metió en su cuarto dispuesto a dormir, pues al día siguiente volvería a la rutina de su trabajo en la sucursal del Banco de Santander. Después del aseo habitual se metió en la cama. Estaba realmente cansado; desde primera hora de la mañana no había tenido ni un momento de reposo entre ensayos, maquillajes y nervios, muchos nervios, que son a la postre los que más agotan. Apagó la luz y se durmió. Tan pronto cerró los ojos comenzó a soñar. Se veía todo vestido de blanco sobre un escenario de espejos que multiplicaba su imagen, acompañado por una orquesta gigantesca integrada por músicos también todos vestidos de blanco, tocando violines y guitarras y pianos blancos. La audiencia era tan grande que se extendía más allá de lo que alcanzaba la vista y él cantaba con pasión los mejores boleros de su repertorio, es decir, del repertorio de Luis Miguel. Al terminar, las mujeres de las primeras filas se abalanzaban hacia el escenario arrojándole sus joyas y visones y la multitud puesta en pie agitaba los brazos, y una lluvia de rosas caía desde el cielo hasta prácticamente cubrirlo por entero. Salía del escenario escoltado por sus guardaespaldas que lo protegían de la euforia femenina y lo llevaban hasta una limousine blanca con cristales ahumados. Se introducía en ella y allí con una copa de champán le esperaba una exuberante rubia platino; al entrar Pepín la besaba en los labios y mientras afuera las fanáticas se desgañitaban gritando su nombre de ídolo, él desnudaba lentamente a la rubia, la acariciaba de todas las maneras posibles y la poseía apasionadamente sobre el largo asiento de la limo. Cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, despertó sobresaltado porque de pronto vio horrorizado que aquella rubia platino tenía el rostro de su hermana Juani. Pepín, avergonzado y con una dolorosa erección casi rozando el priapismo, totalmente empapado en sudor, encendió la luz y se sentó en la cama. Revisó mentalmente su sueño y sonriendo se dijo: “Esto seguramente debe ser algo relacionado con la llamada ‘erótica del éxito’”. Evidentemente esto ha sido un incesto onírico, pero incesto al fin. Lo malo es que pese a su vergüenza inicial la situación no le disgustaba del todo, aunque ya se sabe que los sueños, sueños son. Abrió de par en par la ventana para que entrara algo de fresco. Apagó nuevamente la luz, puso su mente en blanco y se durmió esta vez profundamente.
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