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LLUVIA DE ESTRELLAS. Epílogo
    Dos días después en un avión de American Airlines salieron con destino a Miami y Houston.
    Durante la travesía del Atlántico, Pepín le confió a su hermana el verdadero motivo del viaje, al tiempo que le narraba toda la experiencia vivida en los últimos días evitando por supuesto decir que había sido él quien disparó contra Luis Miguel.
    Juani no salía de su perplejidad, pero prefirió no opinar y esperar los acontecimientos.
    Atento en un asiento posterior, Alex escuchaba celosamente la charla dispuesto a intervenir ante cualquier patinazo de Pepín que pusiera en peligro la complicidad del operativo. Al llegar a Houston se instalaron en el Hotel Hyatt y pese al cansancio del largo viaje Pepín quiso ir de inmediato al hospital a ver a Luis Miguel.
    Estaba ansioso por verle, no ya como admirador acérrimo, sino más para comprobar su estado físico; al fin y al cabo si aquel hombre estaba en el hospital era por obra y gracia de Pepín.
    Alex anunció desde su móvil que en ese momento salían del hotel rumbo al hospital.
    Luis Miguel por su parte estaba también deseoso de conocer a aquel muchacho que lo había reemplazado con éxito y lo había salvado de un escándalo monumental y percibir el suculento sueldo previsto por contrato.
    Luis los recibió sentado en un sofá, su aspecto distaba mucho de ser el de rozagante y juvenil astro que habitualmente aparecía fotografiado en las revistas; evidentemente el balazo había hecho mella en su cuerpo, pero los médicos confirmaban que la recuperación iba camino de ser todo un éxito y además a corto plazo. En realidad no se le veía del todo mal cuando los visitantes entraron en la suite y quiso ponerse de pie para saludar a su salvador, pero éste tuvo que sostenerlo para evitar una caída. De todas formas, Luis se abrazó a él sin cesar de darle las gracias. Pepín no se creía aquella increíble paradoja. Él había provocado el derrumbe del ídolo y éste lo recibía ahora como a su ángel de la guarda. A punto estuvo de confesar a gritos su culpa pero su instinto de conservación pudo más y sus labios permanecieron sellados. Pepín sudaba frío y Luis así lo sintió en el abrazo, pero lo atribuyó a la emoción del encuentro y al cansancio del viaje. Pepín se confesó como lo que era, un devoto admirador del mexicano, tanto que conocía al detalle todo su repertorio y buena prueba de ello era que lo había reemplazado sin demasiado esfuerzo. De pronto Luis Miguel reparó en Juani. “¿Quién es esta monada?”, preguntó.
    “Mi hermana Juani, que, como yo, también es una gran admiradora tuya”, se apresuró a contestar Pepín.
    Fue como si de pronto Luis Miguel hubiera quedado prendado de la belleza de la muchacha y ya no tuvo más ojos que para ella.
    A Pepín aquella efusión no le cayó demasiado bien, ya que secretamente vivía enamorado de su hermana, incluso alguna vez le había confiado que si algún día llegaba a casarse debía hacerlo con una mujer que se pareciera a ella. Aunque esas confesiones entre hermanos generalmente no suelen tomarse en serio, la verdad es que Pepín vivía furtivamente enamorado de su hermana. Nunca se atrevió a confesar su amor a ni a Juani ni a nadie, el pudor le impedía esa confesión.
    En Houston los hermanos pasaron una semana con visitas diarias al hospital y por supuesto lo hicieron siempre en un clima de distensión, lo que propició que la confianza mutua fuese creciendo y que se dejaran de lado los protocolos. A Pepín no le pasó en absoluto desapercibido el interés que en cada visita Luis Miguel demostraba por ella y lo que más le fastidiaba era que ella se sentía halagada por ese interés. A medida que las atenciónes de Luis Miguel por Juani aumentaban y se hacían más notables, la simpatía personal de Pepín por su ídolo disminuía. Se le notaba distraído, como si aquellas visitas le produjeran un aburrimiento insoportable.
    Un día, en una de esas visitas, Luis Miguel le dijo a Pepín que necesitaba hablar a solas con él.
    Alex, como siempre atento a cualquier necesidad del cantante, hizo que todo el mundo abandonara la habitación y quedaron solos Pepín y Luis Miguel. Por primera vez desde que se conocieron estaban a solas los dos.
    “Pepín”, dijo Luis Miguel rompiendo el fuego, “me he enamorado perdidamente de Juani; me parece el ser más angelical que existe en el mundo y me ha parecido lícito decirte que quiero invitarla, tan pronto me den de alta, a que venga conmigo a mi casa de Acapulco y allí se quede todo el tiempo que quiera”. Pepín sintió que un latigazo brutal le castigaba el corazón y sobreponiéndose a su devoción por el mito, haciendo de tripas corazón increpó a Luis en términos nada amistosos
    “Mira Luis o Micky o como te llames o te llamen”, le dijo, “tú eres un hombre rico y exitoso, posees todo lo que deseas y por si fuera poco eres un hombre físicamente muy atractivo y esto te adjudica una cierta fama de play-boy, un tipo que no deja viva a ninguna de las “nenas” que se te acercan y se te antojan y ahora esos antojos han apuntado a mi hermana, es decir, que pretendes tirártela, eso sí, en un lugar de ensueño con palmeras, coco loco y música de fondo, y después si te he visto no me acuerdo, ¿no? Pues debo decirte que haré todo lo que esté en mis manos para impedirlo”. Luis, sorprendido por la vehemencia con que se expresaba Pepín, sólo atinó a decir: “No esperaba esto de ti, Pepin, si bien hace muy poco que nos conocemos personalmente creí que eras un tipo más liberal”, y agregó agresivo: “Veo que me equivoqué, tú, como buen español, eres un importante “cuidacoños”, es decir, un castrador de ilusiones al más puro estilo moralista”, y agregó: “Juani y yo nos gustamos mutuamente y no entiendo ni justifico tu reacción; al fin y al cabo tanto ella como yo somos adultos y como tales podemos hacer lo que nos plazca”.
    “El hecho de ser adultos no justifica que se ponga en entredicho nuestras costumbres, nuestra educación y nuestra moral”, dijo Pepín.
    “No me digas que disfrutar del amor es algo inmoral”, refutó Luis.
    La charla derivó en discusión y la discusión fue subiendo de tono.
    Pepín cortó por lo sano alegando que no permitiría que Juani, “a quien adoro”, resultara utilizada y lastimada por una calentura amorosa circunstancial.
    “Ella es una mujer muy sensible y desde luego no es ninguna furcia para entregarse al primer deseo. Si llegaras a lastimarla merecerías que te hubiera matado”, dijo Pepín.
    “¿Cómo dices?”, inquirió mosqueado Luis Miguel, “¿es que acaso fuiste tú quien disparó contra mí en Madrid?”.
    Pepín se mordió la lengua al reconocer su metedura de pata. Sus neuronas funcionaron a tope para sacarlo de aquel aprieto y lo único que atinó a decir. “No, ¿qué dices?, ¿cómo se te ocurre semejante cosa?, es un decir, me refiero al tiro y no a quien lo haya realizado”.
    Respiró aliviado por haber salido ileso de aquel brete.
    “Mira, Luis”, agregó, “los dos nos debemos algo, tú a mí por sacarte de un aprieto y yo a ti por brindarme la oportunidad de viajar a este país y, sobre todo, de conocerte personalmente y convivir contigo estos días. Ahora Juani y yo regresaremos a Madrid. Tú seguirás tu camino de éxitos y conocerás otras muchas Juanitas que te harán olvidar a ésta. Yo regresaré a mi rutina bancaria y ella a seguir soñando con lo que pudo haber sido y no fue. Mira si esto me ha salido con letra de bolero”, dijo riendo Pekín, con intención de distender el asunto. La discusión, aunque no pasó a mayores, les dejó un extraño sabor de boca a ambos. Fue como si de pronto el encanto hubiera llegado a su fin, como el despertar de un sueño y enfrentarse a la realidad.
    Luis Miguel, el que hasta ese momento era un semidios para Pepín, en realidad era un hombre de carne y huesos como todos. Por delante una voz y un talento interpretativo excepcionales, y por detrás un ser humano con sus virtudes y sus defectos. Y en cuanto a Pepín, un típico muchacho de barrio con una vida rutinaria decorada con mitos e ilusiones al que un extraño accidente le proporcionó la ocasión de vivir algo único que seguramente sería la aventura más importante de toda su vida.
    En su fuero interno Pepín volvió a recordar aquel “ritornelo” de la canción de Rubén Blades: “La vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida”. Entre el montón de ideas que poblaban su cabeza, Pepín reflexionó: “Mira tú por dónde y por qué misterioso juego del destino, ahora que ya todo ha pasado y que está todo el mundo contento, jamás pensé que yo, Pepín Dominguez de Carabanchel Alto, que atentó contra la vida de su máximo ídolo Luis Miguel, me iba arrepentir de haber fallado”.
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