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BOSTON
    Primera parte

    El archifamoso barrio de Harlem en Nueva York, tradicionalmente ocupado por gente de color de origen africano, en donde proliferaban los tugurios para escuchar probablemente el mejor jazz de la ciudad aunque el entrar en ellos resultaba generalmente una riesgosa aventura para personas de raza blanca, Harlem, que pertenece al distrito del Alto Manhattan denominado ‘Washington Heist’, ha dejado de ser un reducto de africanos para convertirse en el ‘Barrio’, prácticamente habitado por una comunidad latinoamericana, especialmente inmigrantes de la República Dominicana. Allí, en el Alto Manhattan, algunas personas jóvenes influyentes pretenden crear un ámbito cultural que pueda definir una personalidad que contraste con el Bajo Maniatan, donde como se sabe en su famosa Broadway proliferan los mejores teatros y en otras superficies de la ‘gran manzana’ cohabitan museos como el Gugenheim con el Metropolitan, una de los más afamadas y ricas pinacotecas del mundo, además de todo tipo de museos y centros con una extensa oferta cultural y comercial .Todo aquello conocido popularmente como ‘The great apple’ decora con su máximo esplendor la parte más visitada y apreciada de la ciudad de los rascacielos.
    En resumen, que entre el alto y el bajo Manhattan no puede existir competencia alguna por mucho que se empeñen los comunitarios latinos de arriba. De todos modos en el teatro United Palace del ‘Barrio’ se realizan diversas actividades culturales generalmente promovidas por aficionados al teatro y, por supuesto, por grupos y cantantes dominicanos o cubanos que jamás desprecian la oportunidad de entrar en Estados Unidos pese a ser oficialmente enemigos según el criterio de las autoridades cubanas. Jay Peña es un moreno dominicano que ejerce de empresario artístico. Peña, atraído por el éxito de mis múltiples presentaciones en el Teatro Nacional de Santo Domingo, nos propuso una presentación en el ‘Barrio’ sobre el escenario del teatro United Palace. La oferta económica era sugestiva y mi agente Daniel Frega, después de informarse adecuadamente de los pros y los contras y por supuesto de la seguridad que aquello podría tener, impuso algunas condiciones propias y de común acuerdo se aceptó. Esto sucedía en el 2003. Al llegar al aeropuerto Kennedy nos esperaba Jay y un colaborador suyo que llamaban Pi Antonio. Después de las presentaciones y saludos de rigor montados en un par de limusinas nos llevaron al hotel Roosvelt, que junto con el Waldorf Astoria y el Plaza conforman una trilogía legendaria de la hostelería neoyorquina. De las maravillosas escaleras del hall principal nuestra mitomanía cinematográfica nos invitaba a pensar que en cualquier momento veríamos descender por ellas a Dorothy Lamour o Gloria Swanson o a cualquier otra celebridad de los años luminosos de Hollywood.
    Nuestra delegación estaba integrada además de Daniel y yo por mi pianista director que en ese momento era Ricardo Miralles, por el bajísta Miguel A. Gonzáles, a quién llamamos ‘grillo’ y que allí disfrutaba presentándose como ‘Mickel Cricket’, Rodrigo Álvarez en los teclados y Fernando Tousaint en la batería. Por supuesto, durante nuestra estancia previa al concierto fui sometido a una variada secuencia de entrevistas promocionales de radio, televisión y prensa gráfica. El día y a la hora prevista una exageradamente larga limusina blanca nos trasladó al United Palace en pleno ‘Barrio’. En realidad no es un teatro aunque guarde su apariencia, en realidad es un templo propiedad de uno de esos predicadores que tanto proliferan en Estados Unidos, unos más afamados que otros pero todos grandes acumuladores de riquezas. Me detendré un momento para tratar de describir aquel extraño teatro-templo. Por fuera es un edificio bastante vulgar, sin la típica marquesina que anuncia los nombres y las actuaciones de los artistas como cualquier teatro del mundo. En el United Palace nada hace suponer que allí hay en su interior un recinto teatral con capacidad para 1800 personas, sin foyer, ni hall de entrada. El decorado interior es ostentoso con notables pretensiones de lujo asiático, totalmente dorado con las paredes recubiertas de paneles de ese color con signos en relieve de escritura oriental al igual que el contorno de la boca del escenario. Las butacas están todas forradas de terciopelo rojo al igual que los palcos. Total, que desde el escenario aquello ofrece una vista muy singular y naturalmente tan sorprendente como extravagante. Al llegar recuerdo que la larga limusina tuvo que dejarnos a media calle ante la imposibilidad de girar en la esquina del teatro. Una vez allí nos enteramos que también actuarían en una primera parte mi amigo Amaury Pérez y un par de artistas locales reservando toda la segunda parte para mí y mis músicos.
    El espectáculo en general fue un éxito de considerable resonancia, especialmente nuestra intervención, al ser contrastada por el público con las otras actuaciones casi todas de excesiva estridencia y con repertorios que evidentemente interesaron menos al respetable que el nuestro. Al terminar festejamos el éxito en un restaurante de la vecindad y por supuesto además de jurarnos ‘amor eterno’ nos comprometimos para repetir la experiencia en una siguiente oportunidad, de ser posible al año siguiente. El relato de esa nueva experiencia lo dejo para una segunda parte.

    Segunda parte

    Efectivamente Jay Peña contactó con nuestra oficina y propuso una nueva actuación en el United Palace esta vez en la modalidad de ‘concierto de cámara’ a la manera de los cantantes líricos, es decir, un concierto a piano y voz. Esta vez la oferta incluía además del United Palace en el ‘Barrio’ una presentación en un teatro de Boston. Aceptadas las condiciones y las fechas, coincidentes con una gira que realizábamos por México se abrió un espacio en la apretada agenda mexicana y se programaron dos conciertos entre una actuación en el DF y otra en Guadalajara, con idas y regresos aéreos confirmados para asistir a todos los compromisos y cumplir con ambas obligaciones. Esta vez llegamos al aeropuerto Kennedy por la noche y nadie nos esperaba y eso ya nos dio mala espina. Desorientados, sin saber qué hacer, tratábamos de comunicarnos a través de los teléfonos móviles sin obtener respuesta alguna. Comenzamos a buscar taxis escasos en aquellas horas para salir de allí y dirigirnos a la ciudad. Cuando finalmente conseguimos un par de coches y nos disponíamos a abordarlos apareció el tal Pi Antonio disculpándose por llegar tarde, alegando tránsito pesado y no sé cuántas cosas más. En esta ocasión ya no había limusinas para recogernos, mas sí una estrecha camioneta en donde hubimos de acomodarnos entre apretujones. ‘Esta vez les hemos reservado el hotel más exclusivo de la ciudad’, -dijo el tal Pi Antonio-, ‘el hotel Hudson, en pleno Manhattan’. En la calle 56 casi esquina con la séptima avenida, hay una estrecha puerta sin cartel que anuncie que aquella es la entrada de un hotel y menos del supuesto más moderno y exclusivo de Nueva York. Sorprendidos atravesamos la puerta y nos encontramos con una escalera mecánica que nos condujo al hall y recepción del hotel en un primer piso. Hall poblado por un mundo de gente con un aire más parecido a una fiesta mundana que a la recepción de un hotel. Mucha gente joven vestidos a la última moda circulaban por el recinto como si fuera un constante desfile de modas. Las reservas no aparecían y tuvimos que esperar un buen rato en medio de aquel maremagnum hasta que finalmente el tal Pi Antonio, después de hablar largamente con una recepcionista, nos entregó las llaves de nuestras habitaciones. La suite que me otorgaron a mí era tan estrecha que temí no poder acomodarme ni siquiera en la cama que se suponía era una “king-size”. Ni hablar del baño, era tan chico que me recordó a mi querido y nunca olvidado amigo Gila cuando decía que tenía un apartamento con un baño tan pequeño que para lavarse los dientes había que hacerlo de canto. A mis compañeros les dieron habitaciones dobles con una sola cama y mucho más estrechas que mi suite y no tuvieron más remedio que acomodarse como pudieron, pues el no hacerlo hubiera significado salir de aquello a buscar otro hotel bajo la intensa nevada que en esos momentos caía sobre Nueva York. En esta ciudad en cuanto aparecen dos gotas de lluvia o dos copos de nieve el conseguir taxi es algo así como una quimera. Finalmente resignados decidimos quedarnos allí al menos hasta el día siguiente, en que trataríamos de trasladarnos a otro hotel.
    En cuanto al espectáculo, en esta ocasión compartiríamos escenario con Amaury Gutiérrez, cantautor cubano de gran calidad acompañado por un grupo muy afiatado de músicos. También se presentó ‘Vitico’, que es como le llamamos sus amigos a Víctor Víctor, cantante y compositor dominicano conocido como el Rey de la Bachata, y completaba el elenco el excelente cantante canario Braulio. En cuanto a nuestra actuación, evidentemente el público de aquel teatro-templo no tiene el hábito de asistir a conciertos de cámara y no puedo negar la sorpresa inicial al verme salir al escenario acompañado solo por un piano, por cierto a cargo de Fernando Badía, auténtico especialista en estos asuntos. Superada la sorpresa inicial el éxito fue enorme. Estuve cantando casi tres horas, pues la gente no permitía que me retirara del escenario exigiendo más y más canciones. Aquella noche no hubo cena de festejo, pues el séquito de Jay Peña se dispersó en locales de rumba y merengue, pródigos en la zona, seguramente a festejar a su aire el éxito del espectáculo. Nosotros partimos raudos a nuestro ‘exclusivo’ hotel a intentar superar el trance de dormir, pues al día siguiente viajaríamos por carretera a Boston. Como al mediodía nos vinieron a recoger en dos coches, una amplia ranchera típica americana para mis compañeros mientras que a mí me llevaba Pedro, un adlátere de Jay en su Mercedes. El viaje de unos trescientos kilómetros fue muy grato, pues el paisaje nevado resaltaba la belleza de aquellos parajes. Pedro, un dominicano con evidente poder económico, probablemente el financiero de toda aquella producción, es un tipo muy peculiar con expresiones tan insólitas como insospechadas. Me contó durante el viaje que tenía una amante en Boston a la que visitaba de vez en cuando y que una vez que me dejara a mí en el teatro, iría a visitarla para ‘ensuciarla’ (?) que es como entendía aquel individuo la acción de fornicar. Al escuchar aquello mi sorpresa fue de tal calibre que al sentirme incrédulo insistía en darme detalles para reconfirmar aquella expresión. Finalmente cuando ya las sombras prematuras de la tarde escondían discretamente el paisaje llegamos a Boston. El teatro en cuestión no era tal, mas sí un local tipo sala de fiestas con mesas y por supuesto venta de alcohol. La decepción no me cabía en el cuerpo, pues siempre había soñado con cantar en aquella ciudad reconocida como una de las más cultas de la unión americana. Me instalaron en una oficina a modo de camerino, dispuesto a apechugar como comúnmente se dice, hasta recibir la orden de mi agente para salir a cantar tan pronto hubiera cobrado el salario previsto en el contrato. Daniel se las vio canutas para conseguir su objetivo. ‘Si no pagan no hay concierto’, y así se mantuvo en sus trece hasta que consiguió en dura lucha que al fin le pagaran. Cuando entró en el camerino con la misión cumplida transpirando la satisfacción de haberlo logrado, fue el momento de salir al escenario de aquel enorme local no muy poblado de gente, pues era domingo y la temperatura exterior asustaba al más pintado. Aquello en lugar del concierto soñado por mí fue sencillamente un show, no muy largo pero que a pesar de todo la gente lo disfrutó y nos brindó el homenaje del éxito. Al terminar salimos en estampida hacia los coches. Pedro, el del Mercedes, había desaparecido, seguramente no había terminado aún de ‘ensuciar’ a su amante. Al no existir ya el Mercedes para mí, nos embarcamos todos en la amplia ranchera que conducía el tal Pi Antonio. Éste no tenía ni puñetera idea de cómo salir de allí ni cómo encontrar la autopista de regreso a N.Y. Después de deambular completamente perdidos en la noche y en plena tormenta de nieve, el tal Pi Antonio nos informa que nos estábamos quedando sin gasolina. “Por ver el maravilloso show de Alberto, me olvidé de llenar el tanque”, dijo, y aquello nos sonó más falso que una moneda de madera. En plena noche de domingo y nevando, a esas horas y sin combustible creímos que ahí nos quedaríamos a congelarnos, mientras tanto el tal Pi Antonio conducía sin ton ni son sin rumbo gastando las últimas gotas de gasolina que quedaban en aquel vehículo. Llegamos a pensar que aquella ranchera sería nuestro sarcófago si Dios no nos echaba una mano.
    De pronto un coche se detiene junto al nuestro, el conductor abre la ventanilla, me reconoce y me dice que venía del show y que yo era su ídolo de toda la vida. Él vivía en Boston y se ofreció para guiarnos hasta una gasolinera adonde llegamos de pura casualidad y en donde llenamos el tanque a pleno. Aquel ángel salvador luego nos indicó el camino correcto para entrar en la autopista a N.Y. Por supuesto, el tal Pi Antonio no prestó la atención debida. Lo digo porque ya alejados y dando gracias al ángel y a Dios salimos de allí y después de un buen rato de viaje nos sorprendió un cartel que decía “Niagara Falls 8 millas”. Evidentemente el tal Pi Antonio había tomado una pista equivocada que en lugar de llevarnos a Nueva York, nos estaba conduciendo a Canadá. A esta altura del relato el lector ya habrá tomado nota de que el tal Pi Antonio es un botarate de mucho cuidado No quiero alargar más la historia de este calvario. Acosados por la hora, pues nuestro vuelo a Guadalajara salía por la mañana y perderlo significaba el incumplir un contrato con las consecuencias legales que podría acarrearnos todo por la torpeza e ignorancia del tal Pi Antonio, finalmente después de cambiar repetidas veces de autopistas a la madrugada entramos en Nueva York. Como colofón de esta aventura al llegar a la acera del hotel, enfrente mismo de la mencionada puerta estrecha de entrada, con viento helado que nos entumecía hasta los huesos, el tal Pi Antonio se desentendió de nosotros alegando un cansancio insuperable y nos abandonó a nuestra suerte obligándonos a conseguir de urgencia dos taxis para llegar a duras penas al aeropuerto Kennedy para tomar el vuelo a Guadalajara. Como podrá imaginar el lector, este nefasto personaje se llevó encima una buena dosis de improperios que le importaron muy poco. Cuando nos llamaron para abordar el avión de Aeroméxico nos abrazamos emocionados de haber superado todas aquellas inesperadas dificultades que nos cayeron encima en nuestra primera y única actuación en Boston. Es de suponer que mientras nosotros nos encontrábamos a salvo en pleno vuelo hacia Guadalajara, Pedro, el del Mercedes, seguramente seguía ensuciando a su amante.
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