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CAPITAN Y TIMONEL de Sabino Laucirica (Bilbao-Pais Vasco)
    He tenido ocasión de encontrarme en mi caminar con grandes de la escena y de la música.
    Conocí a Alberto Closas, Nati Mistral, López Vázquez…
    Me encontré con Jorge Cafrune en un lejano atardecer, en un lugar perdido de España; conocí a Carlos Cano, aquel desgarrado poeta andaluz; paseé por Bilbao, mi ciudad, con Gauchos 4 (Lucho, Emilio y Gaucho); me senté a tomar un café junto a uno de los más grandes, Chucho Navarro, fundador del Trío Los Panchos; charlé con Rafa Basurto, la última voz del trío, quien me regaló el bolígrafo Parker con el que me había firmado una fotografía de los dos en un concierto anterior…
    Y conocí a Alberto Cortez.
    Mi primer encuentro con Alberto fue a través de la música y las Sombras: “cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras, / cuando tú te hayas ido con mi dolor a solas”. Esas rimas parecían dedicadas a mí, que era entonces un joven marino veinteañero que dejaba una novia en su pueblo y otra más en cualquier ruta del mundo.
    Pero habían pasado ya más de treinta años de aquel contacto sentimental con el que sería un referente en mi sentido de la música, el mensaje y el verso, cuando tuve la oportunidad de verlo en primera fila, a escasos diez metros, en una cena concierto en el Hotel Indautxu de Bilbao. Él sobre un taburete, y yo con mi esposa en una mesa iluminada por una vela. La penumbra, el piano de Fernando Badía, y la voz y humanidad de Alberto Cortez inundándolo todo.
    En esa noche del año 2000 pude sacarme una foto junto a él, y fue dos años después y con el mismo escenario de por medio, cuando tuve ocasión de contarle los avatares de mi corazón cansado, una operación delicada y una convalecencia hospitalaria en la que sentía pasar las horas junto a las nubes que se dejaban ver a través de la ventana, y en mi mente una canción constante: “un barco frágil de papel parece a veces la amistad, / pero jamás puede con él la mas violenta tempestad…”. Esas rimas me daban paz y me hacían regresar muchos años atrás, cuando surcaba mi barco las aguas del mundo.
    Alberto cogió la foto del concierto anterior y sobre ella escribió: “A mi amigo Sabino, Suerte: A. Cortez”. Y esa foto está enmarcada en esta misma habitación desde la que escribo.
    Al día siguiente me lo encontré por las calles de Bilbao con Daniel Frega. Iba con el paso cansino, bajo el calor de Agosto de mi ciudad, pero se detuvo y charlamos un momento. “A la noche nos vemos”, me despedí.
    Le volví a ver en un concierto en Tudela, Navarra, en Febrero de 2004. Le oí desde las afueras del Teatro Europa, un local que no estaba a la altura de la grandeza del intérprete. Calentaba la voz media hora antes del concierto y lo hacía con la profesionalidad y el entusiasmo de un principiante.
    Le vi en Pamplona ese mismo año, el 26 de diciembre. Viajamos en medio de una ventisca de nieve y él lo hizo en tren desde Madrid, por temor a que el estado de la carretera le impidiera llegar.
    Al terminar le dije: “hemos recorrido trescientos kilómetros para verte”, y él me contestó: “pues yo cuatrocientos para estar con ustedes; por favor, tenedme mucho cuidado durante el viaje de regreso”.
    Y otras gentes, más abrazos, más fotos y más apretones de manos.
    Ése es el Alberto que yo conozco. Dedicación, amabilidad, entrega, y sobre todo, Sensibilidad y Profesionalidad. Uno de los más grandes, que no necesita más que alimentar su entrega, su necesidad de calor de público o simplemente su sensación de sentirse útil.
    Tuve la oportunidad de entrar al camerino de Chucho Navarro tras una actuación de Los Panchos, a sus setenta y siete años. Los grandes son así. Quizás saben que los necesitamos.
    “Allí se quedó el vasquito en los andenes del tiempo, / leyendo a César y a Pablo…”, dice la canción Distancia. Y aquí me quedo yo, viajando a mis recuerdos con las rimas de Alberto Cortez.
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